Literatura & Psicología

11.9.21

El llanto es una nuez gruesa

Siempre tuve la palanca del llanto descompuesta, cuando de niña algo me dolía no sabía cómo girarla; una especie de guijarro caía por mi garganta como por un pozo. Sentía mis músculos contraerse hasta dificultarme la respiración. Acaso esa fue una de las razones de aquella tos incurable que ningún médico sabía explicar, y por ello se contentaban con dar prohibiciones: No deje que a la niña le den las corrientes de aire, que no la toque la lluvia, que no salga sin suéter, que no pise el suelo sin zapatos. Pasé por todos los estudios de estreptococos, estafilococos y alérgenos que se les ocurrieron a los pediatras, otorrinolaringólogos y alergólogos. Esas palabras eran parte de un imaginario extraño, un mundo poblado de bichitos, pequeños monstruos que me comían por dentro.

Tal vez, en el fondo, yo solo quería llorar y no sabía cómo. Y el llanto se hacía una nuez gruesa, de cáscara durísima y contorno afilado, en medio de la tráquea, en los conductos que subían hasta la nariz, qué se yo. Algunas veces, de forma inesperada, el llanto se desatoraba y fluía un hilo cristalino tirado por la gravedad. Entonces ese hilo tenía una forma mala, no había una razón que fuera válida. El llanto tiene sus razones, eso me decían, no puede ser “porque sí”. Por ejemplo, cuando me rompí la frente con una maceta el llanto tuvo una causa natural, fue lógico; pero ese otro, que brotaba ante una mirada o ante una palabra cortante, ese no tenía sentido.

Cuando pasé el umbral de la niñez poco a poco la tos cesó. Cesaron también las fiebres altas y mi piel dejó de mancharse ante el sol. Y lo que llegó fue el frío, un frío que aparecía de pronto, incluso en días calurosos. Un frío que no parecía venir de las corrientes de aire ni de la lluvia; venía de adentro de los huesos y me hacía temblar. Temblaba tanto que temía desbaratarme y que mis fragmentos se esparcieran por los corredores.

La adultez se fue instalando en un cuerpo que seguía sin saber cómo llorar. Si no era ante el recuerdo o el abrazo de mis gatos, ¡con mis gatos sí que lloraba!, ellos tenían esa cualidad de sacar del pozo los guijarros del llanto. O cuando se me quemaba el arroz. ¿A cuántas cacerolas de arroz quemado les debo una dosis liberadora de lágrimas? Y a mis tazas rotas. Sí que me altero cuando una taza se me cae de las manos. Y vaya que tengo la torpeza suficiente para haberlas roto todas, una a una. El café caliente derramado a mis pies es el recordatorio eterno de mis muñecas demasiado elásticas.

He pasado algunas mañanas contemplando esos guijarros amontonados en la oscuridad. ¿Cuánto llanto se puede acumular con los años? A veces es tan pesada esa masa que no puedo moverme. La carne toda se hace una estatua fría; los ojos limpios; la boca, una línea simétrica y serena. Por eso cuando alguien me dice que está llorando, lo siento como una bendición, como un regalo. Quisiera decirle enséñame a llorar, a llorar por las cosas lógicas, por la muerte, por la locura, no por las tazas rotas y el arroz quemado.

Pero a veces la lluvia llega a mi puerta. Y mis hijas salen corriendo a dar todos esos brincos que yo no di cuando era niña, se mojan los cabellos y las manos, sin miedo a los bichitos que te comen por dentro. Y entonces algo empuja, así, despacito, esa palanca descompuesta, oxidada, que va desatorando de a poco la entrada del pozo.

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