Literatura & Psicología

5.3.20

Colombia: el río donde no me bañé y el chontaduro con miel

Nunca imaginé ir por una carretera que corta la cordillera andina, viendo cómo el chofer rebasa a media curva, cerrada, una hilera de tráileres, pipas, otros autobuses (así se dice, "autobús", no "camión", las risas en mi oreja), y en la ventana el desfile montañoso, túneles abiertos como bocas y largas lenguas de asfalto saliendo de ellos.

Luego, los enjambres de motociclistas que zumban junto a mi cuerpo, moreno y ahogado bajo la chalina verde que me prestó Luisa; mi cuerpo insertado en el paisaje matutino, en las calles de Palmira con Andrés y Sandra y Paulita, sus risas, su manera de enlazar los minutos camino a la universidad. La mirada insistente sobre mis pies que no pude calzar con zapatos nuevos en Armenia porque ¿cuánto dicen que vale el peso colombiano?, dímelo mejor en dólar. Pienso en el lado po-si-ti-vo, las suelas rotas de estos flats han caminado en distintos países, cuando se rompan por completo los luciré como objetos mnemotécnicos en mi geografía mental, haré un ready make con ellos en mi museo de fetiches.


Las arepas, que a ratos me recuerdan los bocolitos blancos que hacía mi abuela y a ratos me parecen memelas fritas. Es que crecí en Veracruz, ¿saben? El sabor del chontaduro bañado con miel y sal; seguro esto a mi profesor Gilberto no le gustaría, él que ha estado en Perú y en Bolivia y en la Huasteca veracruzana y se come siempre lo que le invitan, pero seguro no le gustaría el dulce mezclado con crujiente sal, señora, ¿por qué le echa tanta?, quise decirle a la muchacha que agita el salero con prisa, porque aquí he oído que así se dicen, "señor", "señora", pero no le digo, en cada lugar hay que probar lo típico, coleccionar en la memoria estas estampas sensoriales para barajarlas en los momentos de ocio y, tal vez, escribir un poema, una crónica, colgar un post.

Y en la noche el mundo en verde fosforescente, porque así es como vienen a mi mente las escenas, en verde fosforescente, entre cervezas y empanadas de papa y las risas de Ancízar. Y el carnal, Chema, que me saluda, "cámara", que no es de Ciudad de México (aclara), sino de Naucalpan, e intentamos inútilmente explicarles a los paisas la jerga mexicana con más jerga mexicana, ¿qué es "gacho"?, pues así como "maleta", ¿no?

Las calles de Pereira, estrechas y olorosas a yerba fresca, a páginas de libros viejos, a café: cuando dicen "tinto" no puedo dejar de imaginar que me servirán un Chianti en alguna de esas bonitas tazas blancas que adornan las mesas del María Antonia, donde Hernan y su mirada afable me reciben. Donde Cristian leerá lo que los muertos ya no pueden decir.

Veo las casas cerca unas de otras y, más allá, edificios asimétricos, el puente moderno y luminoso que me señala Helena mientras conduce su auto, mientras me habla de las mujeres y de la vida y de los sueños, luego de haber ido al río en el que no me quise bañar. Todos los ríos me recuerdan a Heráclito y a Borges. ¡Soy tan ñoña!, en lugar de quitarme la ropa y echarme a retozar entre otros cuerpos jubilosos, me saqué las palabras de la boca y escribí en el celular, es lo único que tengo para escribir ahora, mi libreta pesa demasiado para un vuelo económico. Cuando solo tienes presupuesto para una valija de mano recuerdas lo prescindibles o inútiles que son la mayoría de tus cosas. A dos horas está el nevado, dijo Whaider. A ver si el otro año me animo a subir.





De nuevo Armenia y su quietud, ese cielo despejado, su librería con nombre de libélula donde los jóvenes se reúnen a cazar palabras, John y sus preguntas puntuales, el sabor (ahora sí) de un vino. La noche con su poder de convocar quimeras. Correr de un lado a otro, que no son micros, son busetas. ¿Las combis?, que yo les quiero decir así... Y en Pereira una librería que se llama Roma, donde Alan me regala letras, donde  la tertulia no acaba en la puerta, sino en una fonda con sus pinchos o alambres, digo.  

Ir caminando junto a Luisa y Arturo en una ciudad saturada de muros rayados, donde cada raya es una herida, un recordatorio del miedo o de la ira. Las calles de Bogotá, a ratos tan parecidas a las calles de la Ciudad de Mèxico, de pronto se convierten en túneles temporales, rugosos, con saxofonistas y rumores de tabaco (tal vez por eso una se llama Calle del Embudo), son como películas coloreadas en rojo y azul y violeta, con negros hermosos, de rostros curtidos por el tiempo, que bailan en la Plaza del Chorro; paredes llenas de ojos en La Candelaria y un aire bañado de ocre en la Plaza Bolívar.


Mis ojos lagrimean al entrar al bar de Luisa y no es por la nostalgia; me inunda la nausea, el dolor de cabeza, un ruido agrio en la mente que no se irá pronto. Son los gases, dice mi amiga mientras arrastra los cuerpos rígidos de las sillas de un lado a otro, antes de pasar la escoba por el piso. Nosotros ya estamos habituados, dice, es entonces cuando veo con mayor claridad el contraste de este país. Es extraño ver con más claridad cuando mis ojos se enceguecen. Es extraño que el dolor y el miedo no detengan el movimiento de la vida en la ciudad o, quizá, no es extraño, solamente humano. Porque aun en medio de la guerra existe la posibilidad de soñar. Porque a pesar de la ola de pánico que se siembra desde la sospecha, la gente llega y bebe, y escucha los poemas de Silvia, los poemas de Luisa, los poemas míos, y se desvela bailando.






Agradezco infinitamente a Sandra Idárraga, coordinadora de Literatura en la Universidad del Valle, sede Palmira, por gestionar mi invitación al Festival de Literatura Roja donde se abordó el tema de los burdeles y la subjetividad, donde también presentamos su poemario Secretos a media noche, también por su hospitalidad y el interés en mis letras; a Paola Andrea por alojarme una noche, entre rapé y libros; a Andrés Galeano, por su apoyo incondicional como presentador y promotor en diversos espacios culturales, por acompañarme de ciudad en ciudad y por cocinarme arepas con huevo; gracias a la mamá de Andrés por haber sanado mi dedo machucado y por dejarme dormir en su casa; a Helena Restrepo que tuvo la delicadeza de llevarme a su hogar y adivinar telepáticamente cada vez que se me antojaba un café; a Ancizar Arana por hacer micrófono abierto en la Cueva del ratón (Palmira) y Jacobo, claro, dueño de este bello bucle temporal; a Whaider Cardona, por su presencia y la latente invitación al ciclo de poetas Nadaístas, a ver si se me hace; a Adrián Osorio, por ceder el espacio en la librería Roma (Pereira), y a Alan González, por organizar la tertulia literaria; a Hernán Mallama por regalarnos un delicioso pedazo de noche en el Café boutique María Antonia (Pereira) para leer poesía; a Jhon Isaza, por abrirnos las puertas de la librería Libélula (Armenia) y a todos los asistentes a la velada, por haberse quedado conmigo más de dos horas leyendo y conversando. Gracias, por supuesto, a Luisa Villa Meriño por su confianza, por cocinarme torta de banano con tanto amor, por dejarme dormir en su cama entre muñecas antiguas, por presentar en su bar-Anticuario la Cosmogonía de lobas, con su libro Dios fue mejor cuando era tigre, el libro de Silvia Favarreto, Este cuento no se ha acabado, y el poemario mío #SiLaMuerteSeEnamoraDeMígracias a Eduard por coeditar con Morgana a través de Baraja Gráfica Editores y a Camila por su invaluable apoyo; gracias a Arturo Rivera por no temer aventarse al piso con tal de sacar buenas fotografías, por compartirme su colección de monedas y por regañar al taxista que me llevó desde el aeropuerto pues se estaba pasando de listo con el precio. A todos los que me acompañaron, no menos importantes, que me contaron sus vivencias, que caminaron conmigo, que me dejaron un pedacito de su corazón en las manos: Gracias. 


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