De lo ordinario, el amor y la memoria
Las
sombras simétricas, agrupadas bajo el calor de marzo, construían un código
visible desde la ventanilla del avión. Era la primera vez que me acercaba a la
frontera entre México y Estados Unidos. El motivo, el encuentro de escritores
"Literatura en el Bravo". Mis sentidos alertas esquivaban la
distancia entre el pasillo de la aeronave y el pequeño ojo por donde el paisaje
me saludaba. ¿Qué era lo que esas líneas, a manera de jeroglíficos, me
intentaban decir?
Recordé
la primera vez que escuché hablar sobre Ciudad Juárez, fue en los 90, en una
obra de teatro donde salía una Muerte Catrina. Esa fue también la primera vez
que oí la palabra Feminicidio. Yo era una muchachita sin demasiada noción del
horror sembrado en mi país. Había crecido en Tantoyuca, un lugar (entonces) tranquilo,
donde niños y jovencitos podíamos salir de casa a jugar o a caminar, y volver
con el ocaso sin que nadie entrara en pánico.
Al
paso de los años el nombre de Ciudad Juárez se fue poblando de imágenes
escalofriantes y tomó, en mi mente una forma abstracta, fantasmal. Ya instalada
en mi edad adulta conocí a algunos poetas juarenses y vi que ellos son gente
buena, gente amable a la que una y otra ocasión, en distintos espacios,
volvería a encontrar. También supe del asesinato de la poeta Susana Chávez.
Dudé
en decirles a mis familiares a dónde iba porque no quería preocuparlos. Y en
efecto, se preocuparon. Aunque, a estas alturas cualquier lugar del país parece
un destino incierto. El norte de Veracruz, donde pasé mi infancia y
adolescencia, al igual que el sur de Tamaulipas, donde nací y posteriormente
hice mis estudios profesionales, son ahora blancos de carnicerías.
Lo
que sentí al llegar a Juárez no fue miedo, sino un calor agradable (no me
refiero al del sol que más tarde dibujaría rombos entre las cintas de mis
sandalias, sino al de los seres humanos). Entre las cosas que llamaron mi
atención durante mi estancia en esta zona fronteriza estuvieron la amplitud de
las calles y la serenidad del desierto; finalmente la ciudad tomaba una forma
definida frente a mis ojos y era bella. Nunca antes se me habría ocurrido
pensar en ella con calidez. Me resultaba difícil imaginar en estos escenarios
todas las atrocidades sobre las que había leído. Necesitamos ver, también, una
cara bondadosa de las ciudades de las que nos llegan tantas malas noticias.
Pero
al fondo del paisaje percibí un olor peculiar. Táchenme de absurda, yo sé que
ese olor existe y que no viene de los cuerpos en descomposición sino de otro
origen intangible, algo que parece emerger de las cloacas de la memoria: el
olor a muerte. ¿Cómo lo explico?, no es la sensación física, no el hedor que
despiden las bacterias sino el perfume puro que usa la Muerte cuando sale de su
abismo a caminar entre nosotros. Yo he sentido ese olor en otras ciudades,
flotando en la atmósfera, se mete entre los huesos y aunque reine la calma no
lo deja a uno sosegarse.
Ese
aroma no opacó la sensación de bienestar cuando recibí una y otra muestra de cordialidad
por parte de los anfitriones del evento, de mis compañeros escritores y del
grupo de chicos y profesores de bachillerato donde hospedaron por un par de
horas nuestras letras. Y en verdad vi que esas letras eran necesarias, más allá
de su sentido estético, necesarias como agua, como un pan. Y descubrí al fondo
de mí un sentimiento que me perturbó, algo como… ¿culpa?, ¿de qué? Acaso por
estar viva, por sonreír, por tener la oportunidad de viajar, leer poesía, regresar
a mi casa y abrazar a mis hijos mientras tanta gente no...
Es
tan normal ver la cara de la violencia que reír y relajarse parece antinatural.
No
hay permiso para sentir paz.
Lo
cierto es que en este epicentro del caos me sentí humana, algo de mí se
convulsionó, se dejó ir entre las sombras y retornó más luminoso.
Y
escribí este poema para la poeta Claudia Luna Fuentes,
ahora que lo pienso, creo que también lo escribí para la Ciudad y sus signos de
tierra:
Ella
no
me ve como a una mujer esqueleto
a
la que hay que echar a la calle
o
cortarle un mechón de pelo con las uñas
no
me ve como un trozo de carne
al
que hay que lavar con detergente
para
desollarlo después
no
me ve como a una niña
a
la que debe arrebatarle las tijeras
para
que no le ensucie el piso
no
me ve como al animal desmayado
al
que debe palmear el espinazo
para
que respire y se vaya
y
se lleve
su
llanto
su
alarido
sus
espinas verticales
todo
el veneno
extraído
de tus ojos
porque
es a ti a quien ve
a ti a quien la roca
a quien la urdimbre
a
quien
Ella
solo
ve: cervatillo asoleado en el barro
Imagen de la serie "Violencia de género en ilustraciones",mvg, 2017.
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