¿Qué país es este?, ¿qué
país es este en el que a los jóvenes les arrancan el rostro?, ¿qué país es este
en el que no podemos salir a la calle con la seguridad de que regresaremos
salvos a nuestro hogar?
Como si el horror suscitado,
hace poco más de dos meses, por el asesinato del estudiante Julio César
Mondragón, de una manera que escapa a toda racionalidad, no fuera suficiente,
las noticias traen ahora la imagen de una joven enfermera, Erika Kassandra
Bravo, de Uruapan, Michoacán, con la cara desollada y heridas de arma blanca en
el pecho. ¿A qué nivel de barbarie han descendido los seres humanos capaces de
estas atrocidades?
¿Qué tienen en común este
chico y esta muchacha, uno que debería estar en un aula y la otra cuidando la
salud de las personas?, ¿qué clase de gobierno permite esta triste fama a
quienes se les ha arrebatado violentamente el derecho a crecer, a tener una
familia, a realizar sueños, a vivir? Si en parecidas circunstancias fuese
violentado un ser querido de Enrique Peña Nieto, ¿se atrevería a decir “ya
supérenlo”?
Estos dos actos, como muchos,
muchos más, son los signos de una enfermedad que nos afecta a todos. El país
está enfermo de muerte, se pudre desde su centro y rezuma sangre. ¿Puedes tú o
puedo yo mirar a los ojos de uno de los padres que buscan a sus hijos
desaparecidos, y tener palabras suficientes que mitiguen su dolor?
¿Es entonces el momento de
abandonar toda esperanza? No. Pienso que, al contrario, en estas horas aciagas
es cuando más necesitamos renovar la esperanza, cuando más necesitamos estar
unidas las familias y más debemos dedicarnos a exigir en conjunto, como pueblo,
nuestros derechos.

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