Publicado en La Razón. Tampico, Tamaulipas, jueves 5 de junio de 2014
Recuerdo
a mediados de los 90, cuando era la chica rara con brackets en el salón de
clases del bachillerato, cómo, fascinada y conmovida, leí “París en el siglo
XX”, una novela de Julio Verne escrita en 1863, que recién se había editado por
primera vez luego de estar oculta más de 130 años: un joven poeta se enfrenta a
la desolación y el desencanto de un orbe completamente industrializado en el
que hay una red mundial de comunicaciones.
Precisamente,
un poco después de haberme maravillado con esta lectura profética y nada
optimista, por ahí del 96 alcanzamos en el planeta la cifra sin precedente de
10 millones de computadoras conectadas a través de Internet. Algunos muchachos
recién salidos de la niñez y otros, como yo, a punto de inaugurar la mayoría de
edad, contemplamos con asombro como la civilización daba un brinco.
Nuestros
padres y, a menudo, nuestros hermanos mayores, veían con recelo a ese monstruo
que nos permitía hablar con gente extraña. Y así fue como entre mis 17 y mis 20
algunas veces caí en la tentación de cambiarme el nombre, la edad y hasta la
personalidad en los canales de chat, que entonces dejaban mucho a la
imaginación (ahora uno acude al desayuno de sus contactos y sabe con quiénes se
acostaron la noche anterior).
Entre
las bondades que nos brinda actualmente este sistema –sin las cuales yo no
estaría publicando esta columna– también veo a un auténtico ladrón de almas.
Hay
chicos que “existen” sólo detrás de un monitor, que fundan su autoestima en
cantidad de likes y que desconocen por completo el concepto de “afuera”. También
le sucede esto a muchos no tan chavitos, pero los primeros representan el grupo
de mayor riesgo. Normalmente nos escandalizamos ante situaciones como
secuestros o ciberbullyng y pasamos por alto un parásito silencioso que ataca a
esos muchachos que construyen su único mundo en las redes sociales; nadie los
secuestra, ni los extorsiona y quizá tampoco los bullea, pero construyen su
“identidad” en un marco de personalidades falsas, que van desde aderezar su
información de contacto (pose de dandy, colgarse logros imaginarios) hasta
crear perfiles apócrifos, al punto de ir perdiendo el sentido de la realidad.
¿Qué clase de adultos serán, incapaces de distinguir entre el yo real y la fantasía?
He
oído a personas que vivieron su niñez en los 90 y ahora son adultos jóvenes
incapaces de construir una relación sólida más allá del chat. Verne no estaba
alucinando cuando describió una sociedad enajenada por el dinero y la
industria, donde ya no habría lugar para las emociones. En lo único que se
equivocó fue al decir que se acabarían las guerras.
Imagen: Perfil dañado, de Romina Cazón
Buena observación... ahora todo es agresivo-pasivo, hasta la manera inconsciente en que nuestra juventud construye su yo sobre castillos de hielo. Qué miedo, pero, como siempre, hacer consciencia es el primer paso para sanar, y a eso nos ayudan las pensadoras como tú :)
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