I. Empusa y los gatos
En
la medianía de mi vida he visto no pocos prejuicios sobre los libros que tienen por
protagonista a una mujer, como si sólo cuando el protagonista es un varón
–aludiendo a Rosa Montero– representara al género humano.
La
reciente ganadora del Nobel de Literatura, Alice Munro, ha roto con el
paradigma de la intelectual que renuncia a una vida “común”, a un entorno
“doméstico” para escribir –dirían algunos– con libertad masculina. Ella, ama de
casa, madre, esposa, de costumbres más bien discretas, moldea a sus personajes
–usualmente mujeres y hombres comunes, sencillos, provincianos– en escenarios
realistas, en los que lo extraordinario está, precisamente, en la forma de abordar lo ordinario: todo ser humano tiene
una historia rica qué contar.
De sus piernas en mi cuello,
de Romina Cazón, es un libro donde los relatos giran, esencialmente, en torno a
figuras femeninas. A menudo, mujeres que aman a otras mujeres. El amor es, de
hecho, un elemento constante, que halla su expresión sincera en un encuentro
casual en el baño de un antro, o en la figura de un gato acurrucado junto a su
dueña, que muere de hambre. El otro factor persistente es la soledad.
Las
mujeres de estos cuentos son como los gatos –permítaseme el enunciado–,
acostumbradas a caminar por las cornisas y a caer de pie desde las alturas más
insospechadas.
Gatos,
¡qué animales tan inquietantes para la consciencia humana! No por nada fueron
los compañeros de las brujas, la metáfora de placeres prohibidos y de sueños
inenarrables. Las antiheroínas de estos cuentos –las llamo de este modo al
parecerme contrarias a las imágenes vendidas por la mercadotecnia– son mujeres
ordinarias, entre las que veo moverse desfachatadamente al ánimus, ese elemento masculino del alma femenina. “El alma –dice
Carl G. Jung– contiene todas las imágenes de las que han surgido los mitos”. Nuestra
sociedad contemporánea pretende olvidarse del mito, pero éste se manifiesta en nuestros
vecinos y en nuestro propio espejo. Porque en cada mujer dormita Hera, la
esposa vengativa; Hestia, la sacerdotisa fiel; Empusa, la seductora terrible.
Y, lo que a mi parecer, Romina hace predominar en cada caso, es la elección. Sus personajes no me dan la
impresión de ser gobernados por el fatum,
sino que, de una u otra forma, deciden.
Aun el (la) que ni siquiera sabe cómo o por qué ha llegado hasta donde está, en
algún momento se encuentra de frente con la posibilidad de decir “sí” o “no”
ante algo, así sea la muerte, así sea la manera de morir.
Por
ejemplo, Romina nos habla de Marcela, quien “tuvo tres opciones en su vida: ser
esposa, ser puta o ser monja”, y aunque ella no tuvo qué elegir, sí nos deja
imaginar cómo, ante su cansancio, elige entre este lado y el otro; las
calles de Jujuy, Argentina, o su cementerio. En ningún lugar como en un pueblo pequeño
los arquetipos pesan tanto y los mitos tienen tanta fuerza. Ya emerge por ahí
una voz patriarcal: “Las mujeres que no saben elegir deben irse al infierno”.
Paradójicamente, lo más difícil de lograr es la sencillez. En la plástica, por ejemplo, disfruto aquellos cuadros en los que –siento– la imagen ya no puede simplificarse, porque los trazos han llegado a la expresión exacta. Pienso en Hokusai –su gran ola–, su obsesión por el paisaje; un par de líneas contundentes nos transportan de donde quiera que nos encontremos al Monte Fuji. Romina dibuja con palabras y el paisaje es ella misma, yo, la mujer sin nombre en una nota de prensa, las mujeres todas que pasan por nuestra vida o las que no pasan por nuestra vida pero sabemos que existen.
Esta
necesidad de enunciar en líneas simples dolores enmarañados se ve muy bien en
la afición de Romina por hacer Haiku. La
búsqueda de la brevedad está presente, también, en sus cuentos,
lo cual provoca ese efecto deseado por Poe, de un acto de lectura
ininterrumpido.
Traigo
de nuevo a Munro para decir, con ella, que las mujeres necesitamos expresar la
vida verbalmente.
Romina
no inventa lenguajes, no rompe las formas, más bien expone la existencia con
una naturalidad sobrecogedora, en momentos lúdica, a veces tajante, siempre libre
de adjetivos superfluos. No tiene pelos en la lengua –igual que aquella cuarta
tía, “la que se parece al abuelo” de la chica que ha crecido en su “pueblo
argentino de 4,500 habitantes”– para hablarnos sobre esos temas que, a pesar de
ser el pan de cada día, causan escozor: la masturbación, la pornografía, el
duelo, la violación, el suicidio. No puedo evitar la morbosa comparación entre
el orgasmo y la muerte. Y es que, en este libro de Romina Cazón me pasa lo
mismo que con los de Fernando Vallejo: no acabo de saber dónde está presente la
ficción y dónde la memoria. En más de una ocasión me he sentido tentada a
cambiar el nombre de alguno de los personajes por el de la autora, o, imagino
que en cierto momento convivió con ellos, supo de primera mano su historia.
Como sea, todos son reales, pues no
hay en estos relatos nada que no ocurra en mi ciudad, en mi barrio y, de vez en
cuando, en mi casa.
Pero
más allá del naturalismo, podemos entrever en esta narrativa esa parte
sobrenatural que, de pronto, nos toma desprevenidos a la mitad de una hora
trivial. ¿No tienen algunos sueños, acaso, ese poder terrible de las
maldiciones?, ¿no puede ser una cita al dentista una catástrofe para nuestra psique
tan grande como ser mutilados por fuerzas externas?
Insisto,
Romina se mueve libremente de una palabra a otra, sin cortapisas ni censuras. Lo
ha dicho con puntualidad la poeta chilena Carmen Berenguer, la literatura hecha
por mujeres logra con frecuencia mayor libertad en la forma, precisamente
porque tenemos tantas ataduras internas.
Así,
esta escritora va desanudando ataduras ancestrales con la pericia de un
dibujante que, en un par de trazos, nos ofrece la profundidad y el volumen de
un paisaje complejo.
III. Los destierros cotidianos
No
puedo evitar la tentación: para mí es difícil ver una obra sin considerar a su
autor(a), aunque, he de confesar, sé muy poco sobre Romina. La conocí en 2010,
dentro del encuentro de escritores Los Santos Días de la poesía, que organiza
la poeta Celeste Alba Iris, en Padilla, Tamaulipas. No hablamos mucho –y en
realidad nunca lo hemos hecho–, supe que es originaria de San Salvador de Jujuy,
Argentina, y que residía en el estado de Querétaro –donde sigue radicando
actualmente, en San Juan del Río, para ser más precisa–; con el tiempo conocí
su proyecto editorial “El Humo” que, a la fecha, ha editado alrededor de nueve
libros y mantiene vigente una revista electrónica de arte y cultura, con una
convocatoria permanentemente abierta para los escritores.
Humo,
esta palabra me hace pensar en espirales, fugacidad, sutileza, expansión,
ondulaciones. ¿Tendrá que ver algo con la vida misma de la autora? Por mi
parte, nunca he vivido fuera de México, apenas una vez crucé la frontera con
Belice y otra, estuve frente al río que nos divide de los Estados Unidos. Y ya eso
me trajo hondas cavilaciones sobre la sensación de destierro.
Sin
embargo, creo, hay más de una manera de sentirnos desterrados. El abandono de
la infancia para ver crecer los senos y las caderas; dejar al primer amor de la
adolescencia; abrir una puerta con la convicción de ser heterosexual y sorprendernos
amaneciendo junto a alguien de nuestro sexo; parir un hijo –que ya me eché dos
al hilo–; la mudanza de una casa –y aquí sí, llevo como dieciséis–; incluso el
diario acontecer que nos obliga a ir desprendiendo páginas al calendario. Desde
esta perspectiva, todos somos desterrados, aunque pocos andan hurgándole a la
consciencia.
Los
cuentos de Romina me hacen vivir esta constante sensación de exilio, efecto que
hallo más visceral en su poesía, en la que no falta, como en su narrativa, un
telón irónico: “Mi madre dice que se pinta el pelo de negro desde mi partida y
que encontró la mejor manera de vivir al sustituirme con un gato gordo”. Son exilios voluntarios, nos lo hace saber.
En
su perfil de Facebook, Romina afirma que su ideología política está “en
construcción”, mas, no carece de posturas sociales; en su narrativa sutilmente nos
deja ver algo de esto, por ejemplo, cuando pone a uno de sus personajes a
escuchar “Al alba”, de Aute, o cuando una mujer protesta ante una oferta de empleo que
excluye a su género.
De sus piernas en mi cuello
fue un proyecto beneficiado por el Programa de Apoyo a la Producción Artística
APOYARTE 2012, del estado de Querétaro. Y Romina lo ha dado a luz a
través de su editorial. La edición del libro y el prólogo son de Gabriela
Torres; la fotografía, el diseño de portada e interiores, de Gabriela Chávez.
Finalmente, ¿quién es Romina
Cazón? Ella prefiere autodefinirse con las palabras de Bertolt Brecht: “Me
parezco al que llevaba un ladrillo consigo, para mostrarle al mundo como era su
casa”.
No hay comentarios:
Publicar un comentario