Literatura & Psicología

28.8.13

De cómo los Símbolos patrios se miden de la cabeza al suelo

Publicado en La Razón. Tampico, Tamaulipas, agosto de 2013. 

No recuerdo desde cuando no escuchaba el Himno Nacional completito; el lunes pasado, en  una ceremonia cívica de niños de primaria, lo oí de cabo a rabo y no pude evitar el recuerdo de mis años secundarianos, cuando era la abanderada de la escolta y seguía a pie juntillas este ritual patriótico. Mi idealización por los símbolos patrios decayó en esas épocas por un hecho circunstancial: yo era demasiado baja de estatura. Un buen día mi profesora de Educación física dijo que “no lucía” una niña tan chaparrita llevando la Bandera; así, aunque ostentaba el promedio más alto de mi grado escolar, me mandó al puesto final, como correspondía a mi metro cuarenta y cuatro de estatura. Fue la última vez que participé en una escolta; hasta ese momento estar allí, marcando el paso, había significado un sitio de honor y no una composición para “lucirme”. Si para enarbolar un emblema nacional importaban más las apariencias que la inteligencia, no valía la pena hacerlo.

     Con los años me fui percatando de que este acontecimiento trivial se repetía: para llegar a un sitio de poder político en la sociedad no parecían necesitarse grandes cualidades intelectuales o morales, eso sí, todo mundo salía en sus imágenes de campaña bien vestidito y parado derecho.

     La palabra “político” se convirtió en sinónimo de corrupción, y “sociedad”, un marco de apariencias dentro del cual uno quiere verse bien, antes que otra cosa. Pero no seamos injustos, no les imputemos todos nuestros males a los políticos. ¿Qué, como pueblo, en conjunto, no hemos rendido culto a la imagen antes que al pensamiento?, ¿cuántos de nosotros, de veras, conocemos la historia de nuestro país?, ¿cuántos nos interesamos por sustentar una ideología propia, basada en nuestras necesidades reales, y no sólo copiada de modelos extranjeros?

     Y ya que hablamos de símbolos patrios, el símbolo que nos ha dado identidad desde los tiempos en que se fundaron las primeras civilizaciones mesoamericanas, es el maíz. ¿Y qué hacemos?, ¿acaso lo hemos defendido con ese ímpetu bélico al que incita el Himno Nacional? ¿Qué pasó con eso de que “si osare un extraño enemigo profanar con su planta tu suelo”, daríamos el grito de guerra?, ¡todo se está privatizando!, ¿y por qué las guerras que peleemos han de ser sangrientas y no una revolución ideológica?

     Definitivamente, opino, nuestros símbolos patrios están gastados. No estoy desvalorizando a los héroes y los acontecimientos que los originaron, pero no le veo mucho caso a enarbolar una bandera y enseñarles a nuestro niños a hacer rutinariamente un juramento, cuando no les enseñamos a pensar, a escarbar debajo de las apariencias y valorar lo que nos hace constituir una nación.


     González Bocanegra nunca habrá imaginado que la guerra que se acabaría peleando sería contra el narco; por cierto, tampoco se ha cumplido aquel verso de “un soldado en cada hijo te dio”, ¡ni dios lo mande!



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