Hace
un par de días recordaba con mi esposo las caricaturas de nuestra niñez, de
como en los ochenta He-Man y los thundercats nos daban lecciones de ética, y
como Remi nos enseñó que la vida es dura. Qué lejos estábamos de Bob esponja.
Luego de un rato de agudas risas y
filosóficas disertaciones sobre las diferencias entre aquellas series y las que
ahora ven nuestros hijos, reparé en algo: el televisor de mi casa era de
bulbos, con monitor en blanco y negro y, sin embargo, ¡mis recuerdos de las
caricaturas son a colores!
Definitivamente, cuando somos niños
nuestros ojos colorean todo. Traigo a colación aquello de que el arte está en
la mirada del artista, o eso aprendí de Duchamp. Así también, los colores están
en la mirada de los niños. No sé por qué nos empeñamos en querer enseñarles tantas
cosas en vez de estar dispuestos a escucharlos: ellos continuarán buscando allí
donde nosotros hemos claudicado para usar nuestro ropaje adulto.
Dice Henry Miller en Trópico de Capricornio: “La vida de la infancia es
un universo ilimitado, y la vida que sigue, la del adulto, un dominio que
disminuye constantemente”.
El mundo en la infancia no, no es el mismo
que habitaremos años después. El mundo de la infancia gira más lento, tiene más
aromas, alberga más sonidos.
Cuando somos niños los días no duran
veinticuatro horas, sino treinta o cuarenta; lo juro. ¿Si no, de qué otra
manera me explico que me alcanzara el tiempo para inventar tantas canciones,
para trepar tantos árboles, para perseguir tantas mariposas y aun ver
televisión, escribir cuentos, hacer la tarea, estar con la familia en la mesa?
Y antes de dormir había oportunidad de hacer garabatos con el dedo sobre la
pared, llorar o carcajearse hasta los codos; los sueños eran largos y no se
fugaban al despertar.
Mi madre siempre me hablaba de sus años
mozos en Tezizapa, de cómo lavaba ropa en el arroyo, cómo mi abuela horneaba
pan, cómo la tierra olía a piloncillo y leche; no entendía por qué, si había
vivido más de cuarenta años, los únicos que resplandecían con esa fuerza eran
los primeros ocho o nueve.
¿De qué hablaría yo cuando fuera grande? En
la medianía de mi vida vuelvo la vista hacia atrás y lo que veo es el árbol de
guayabas donde columpiaba mis sueños; a mi gato Micifuz dando vueltas bajo la claridad del mediodía; la miel negruzca y ligera que nunca supe de qué insecto o de
qué hada provenía.
Definitivamente, si algo extraño de esas
épocas es la comida, sus sabores, su olor que llenaba hasta el último huequito
de la casa. La plena seguridad de que, pasara lo que pasara, aunque el cielo se
cayera a pedazos, la mesa estaría siempre aderezada de aromas, de alegrías
dulces, de asombro. ¿Será por esto que dice Miller?, “La espesa rebanada de pan de por las tardes nos sabía deliciosa
precisamente porque no la ganábamos. Nunca volverá el pan a tener ese sabor”.
Sí,
lo sé, también en la infancia hubo cosas terribles, que nos enfrentaron a
nuestra fragilidad, que en algún momento nos hicieron desear ser grandes. Tal
vez uno se aferra a la idea del paraíso perdido para poder lleva a cuestas el
peso del mundo; es mejor pensar que hubo un edén. Pero cuando veo sonreír a mis
hijos creo que una sola de esas sonrisas encierra más felicidades de las que
cabrían en todos mis años después de que se extinguiera el huerto donde sembré
mis horas de juego.
me remontaste a recuerdos lejanos...gracias y saludos!
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