Publicado en La Razón. Tampico, Tamaulipas. Martes 14 de septiembre de 2010.
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¿Qué cuándo terminó la guerra de Independencia? Los libros de historia nos recuerdan aquellos arcos triunfales que recibieron a Iturbide, a Guerrero y al Ejército Trigarante el 27 de septiembre de 1821. De niña me sentía muy orgullosa de que esta fecha coincidiera con la de mi cumpleaños, y a menudo hacía una pregunta que ninguno de mis profesores me respondía: ¿Por qué celebramos el inicio de la lucha, pero no su final?
Años después comprendería que la imagen de Iturbide era por demás contradictoria. Su nombre no figura en los monumentos con letras doradas. Tras volver desde su destierro, sería pasado por las armas en 1824.
Y traigo viva la memoria del fusilamiento de quien, por brevísimo tiempo, llegó a ser nuestro emperador, porque recientemente visite la antigua ciudad de Padilla, sembrada por edificios que duermen entre las aguas. En medio de ruinosas piedras y gorjeos de pájaros se señala el sitio exacto donde cayó el controvertido libertador, a quien, por cierto, veo con familiaridad –y hasta con un extraño apego– después de haber leído la novela de Rosa Beltrán: La corte de los ilusos.
Pero volvamos al siglo XIX. Una vez firmados los Tratados de Córdoba, tras batallar intensamente por más de una década, esta muchedumbre desorganizada, en bancarrota y sin experiencia política que era el pueblo mexicano, tenía su anhelada libertad.
¿Y cómo era que se construía una nación? En su efervescencia por emanciparse nuestros caudillos no tuvieron mucho tiempo, ni recursos, para crear un plan de desarrollo viable, acorde a las necesidades del recién nacido país independiente.
Poco antes de estallar la guerra, la población novohispana estaba constituida en alrededor de un 60% por población indígena; 17.5% peninsulares y criollos y casi 22% de castas, mezcla de españoles, criollos, indios, negros, mulatos y mestizos (cifras citadas por Josefina Zoraida Vázquez, en el libro Nueva historia mínima de México, El Colegio de México, 2009). Una masa, para nada homogénea, con diversos puntos difíciles de conciliar.
Ahora, nos asomamos al espejo retrovisor de los años y vemos dos siglos superpuestos en un mosaico de paisajes y lenguas. Dos mil diez: las armas de fuego acompañan la cotidianidad de nuestras ciudades. Los noticieros me reafirman que la palabra “Independencia” se ha gastado. En la antesala del Bicentenario, lo que percibo en el ambiente no es felicidad, sino una suerte de pesadez. El olor fresco de la muerte.
¿Qué vamos a festejar? Vuelvo a la misma pregunta de mis épocas mozas: ¿Si no celebramos el final, no será porque la guerra de independencia aún tiene batallas por ganar? La contienda de hoy debiera ser la de las ideas. La del pensamiento libre. Veo de reojo las calles. Los caminos bloqueados. La lluvia de promesas y balas. ¿Quiénes son ahora nuestros héroes?
Años después comprendería que la imagen de Iturbide era por demás contradictoria. Su nombre no figura en los monumentos con letras doradas. Tras volver desde su destierro, sería pasado por las armas en 1824.
Y traigo viva la memoria del fusilamiento de quien, por brevísimo tiempo, llegó a ser nuestro emperador, porque recientemente visite la antigua ciudad de Padilla, sembrada por edificios que duermen entre las aguas. En medio de ruinosas piedras y gorjeos de pájaros se señala el sitio exacto donde cayó el controvertido libertador, a quien, por cierto, veo con familiaridad –y hasta con un extraño apego– después de haber leído la novela de Rosa Beltrán: La corte de los ilusos.
Pero volvamos al siglo XIX. Una vez firmados los Tratados de Córdoba, tras batallar intensamente por más de una década, esta muchedumbre desorganizada, en bancarrota y sin experiencia política que era el pueblo mexicano, tenía su anhelada libertad.
¿Y cómo era que se construía una nación? En su efervescencia por emanciparse nuestros caudillos no tuvieron mucho tiempo, ni recursos, para crear un plan de desarrollo viable, acorde a las necesidades del recién nacido país independiente.
Poco antes de estallar la guerra, la población novohispana estaba constituida en alrededor de un 60% por población indígena; 17.5% peninsulares y criollos y casi 22% de castas, mezcla de españoles, criollos, indios, negros, mulatos y mestizos (cifras citadas por Josefina Zoraida Vázquez, en el libro Nueva historia mínima de México, El Colegio de México, 2009). Una masa, para nada homogénea, con diversos puntos difíciles de conciliar.
Ahora, nos asomamos al espejo retrovisor de los años y vemos dos siglos superpuestos en un mosaico de paisajes y lenguas. Dos mil diez: las armas de fuego acompañan la cotidianidad de nuestras ciudades. Los noticieros me reafirman que la palabra “Independencia” se ha gastado. En la antesala del Bicentenario, lo que percibo en el ambiente no es felicidad, sino una suerte de pesadez. El olor fresco de la muerte.
¿Qué vamos a festejar? Vuelvo a la misma pregunta de mis épocas mozas: ¿Si no celebramos el final, no será porque la guerra de independencia aún tiene batallas por ganar? La contienda de hoy debiera ser la de las ideas. La del pensamiento libre. Veo de reojo las calles. Los caminos bloqueados. La lluvia de promesas y balas. ¿Quiénes son ahora nuestros héroes?
Yo ayer que estaba viendo la transmisión del grito en el Zócalo, me puse a llorar jaja.
ResponderEliminarTe estaba escribiendo una respuesta que salió larguísima y que ya mejor convertí en una entrada nueva en mi blog jeje: http://kika-diaryofdreams.blogspot.com