Palabras secas y sin jinete vienen por el monte. La niña se acerca al nogal. Creyó olvidarlo detrás de aquella verja donde los cuervos no llegan. En su recogida sombra, su abuela leía un libro de pastas rojas: bellos cuentos de pájaros y lobos que nunca terminaban. “Has de inventarles un final, mi pequeña”; los vocablos eran peces escurridizos y ciegos. “Has de cabalgar los verbos como a potros moribundos”; las letras eran un licor espeso que rodaba por el caracol de las mañanas. “Toma el fuete y golpéale el lomo a las vocales”. Pero las áridas palabras pasaban de largo. Siguen pasando. Y el viejo libro la mira desde una roca húmeda, en silencio, con las fauces abiertas.
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