Publicado en La Razón. Tampico, Tamaulipas. Martes 4 de mayo de 2010.
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Mi querida amiga Ana Elena Díaz me obsequió, hace algunas semanas, el libro Nueva historia mínima de México (El colegio de México, 2009): la dosis mínima de conocimientos históricos que debemos poseer los habitantes de esta colorida y contrastante nación.
Muchos tienen presente la primera versión, editada en la década de los setenta del siglo pasado, bajo la dirección de Daniel Cosío Villegas. Treinta años después, ganamos en profundidad –citando la presentación del reciente libro– “con nuevas interpretaciones y formas de comprender y explicar los fenómenos y acontecimientos del pasado”.
Con el volumen, fresco, ante mis ojos, me he detenido en “El México antiguo”, recorrido a través de la mirada de Pablo Escalante Gonzalbo. Como es obvio, por su obligada brevedad, el texto gira en torno a las historias centrales y hegemónicas como la de los olmecas de San Lorenzo, la de Teotihuacán y la de Tula –o debiera decir, la serie de Tulas que conformaron la idea de ciudad maravillosa, símbolo de la alta civilización.
Tras leer este capítulo no puedo dejar de pensar, precisamente, en todo lo que “no sé”. Lo que tampoco saben los historiadores ni los arqueólogos. Lo que se ha perdido en los abismos del tiempo, en el núcleo de las guerras, en las piras funerarias, en el saqueo de la memoria tantas veces hecho por manos ahítas de dogmas.
Escalante Gonzalbo nos hace notar que el peso demográfico y político de culturas meridionales como nahuas, zapotecos o mayas, contribuyó a su supervivencia e integración en el orden surgido a raíz de la conquista española. “Las ideas y las historias de los cazadores de Coahuila –nos dice–, en cambio, o de los pueblos de Jalisco y Zacatecas que se rehusaron a aceptar el dominio español, fueron borradas con el exterminio de esos pueblos. Otros, como los tarahumaras y los seris, han sobrevivido en el borde de las barrancas, en el filo de las playas desérticas, y en el límite de la historia.”
Sin contar que, antes de la conquista, se habían desatado feroces guerras en Mesoamérica, como la que aniquiló el señorío de Teloloapan, que se resistía al dominio mexica, cuyo exterminio alcanzó hasta a los perros y los guajolotes de la localidad.
Según las evidencias arqueológicas, durante el horizonte Clásico (200 a 650 d.C.) Teotihuacán, centro político y religioso de la región, gozaba de gran prosperidad: “La vivienda popular urbana, en general, no era de una calidad sustancialmente distinta de la vivienda de los sectores dirigentes” –creo que no diríamos lo mismo acerca de nuestras casas y las de ciertos políticos.
Pero el reino Teotihuacano, perdido en las brumas del abandono, representaba, ya, un gran misterio cuando nació Tenochtitlán.
Pienso en los códices, palacios y estelas del México antiguo que se habrán destruido sin que tengamos, ahora, noticia de ello. Aquel tiempo fue avanzando, de manera cíclica, en una espiral de épocas gloriosas entrelazadas con gritos, humaredas y sangre. En oscuros recovecos se fugaron palabras, cantos y colores de la memoria, ¿acaso escondidos en sueños, en lo más profundo de la noche, cuando el raciocinio duerme y en nuestra frente danzan los tigres?
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Mi querida amiga Ana Elena Díaz me obsequió, hace algunas semanas, el libro Nueva historia mínima de México (El colegio de México, 2009): la dosis mínima de conocimientos históricos que debemos poseer los habitantes de esta colorida y contrastante nación.
Muchos tienen presente la primera versión, editada en la década de los setenta del siglo pasado, bajo la dirección de Daniel Cosío Villegas. Treinta años después, ganamos en profundidad –citando la presentación del reciente libro– “con nuevas interpretaciones y formas de comprender y explicar los fenómenos y acontecimientos del pasado”.
Con el volumen, fresco, ante mis ojos, me he detenido en “El México antiguo”, recorrido a través de la mirada de Pablo Escalante Gonzalbo. Como es obvio, por su obligada brevedad, el texto gira en torno a las historias centrales y hegemónicas como la de los olmecas de San Lorenzo, la de Teotihuacán y la de Tula –o debiera decir, la serie de Tulas que conformaron la idea de ciudad maravillosa, símbolo de la alta civilización.
Tras leer este capítulo no puedo dejar de pensar, precisamente, en todo lo que “no sé”. Lo que tampoco saben los historiadores ni los arqueólogos. Lo que se ha perdido en los abismos del tiempo, en el núcleo de las guerras, en las piras funerarias, en el saqueo de la memoria tantas veces hecho por manos ahítas de dogmas.
Escalante Gonzalbo nos hace notar que el peso demográfico y político de culturas meridionales como nahuas, zapotecos o mayas, contribuyó a su supervivencia e integración en el orden surgido a raíz de la conquista española. “Las ideas y las historias de los cazadores de Coahuila –nos dice–, en cambio, o de los pueblos de Jalisco y Zacatecas que se rehusaron a aceptar el dominio español, fueron borradas con el exterminio de esos pueblos. Otros, como los tarahumaras y los seris, han sobrevivido en el borde de las barrancas, en el filo de las playas desérticas, y en el límite de la historia.”
Sin contar que, antes de la conquista, se habían desatado feroces guerras en Mesoamérica, como la que aniquiló el señorío de Teloloapan, que se resistía al dominio mexica, cuyo exterminio alcanzó hasta a los perros y los guajolotes de la localidad.
Según las evidencias arqueológicas, durante el horizonte Clásico (200 a 650 d.C.) Teotihuacán, centro político y religioso de la región, gozaba de gran prosperidad: “La vivienda popular urbana, en general, no era de una calidad sustancialmente distinta de la vivienda de los sectores dirigentes” –creo que no diríamos lo mismo acerca de nuestras casas y las de ciertos políticos.
Pero el reino Teotihuacano, perdido en las brumas del abandono, representaba, ya, un gran misterio cuando nació Tenochtitlán.
Pienso en los códices, palacios y estelas del México antiguo que se habrán destruido sin que tengamos, ahora, noticia de ello. Aquel tiempo fue avanzando, de manera cíclica, en una espiral de épocas gloriosas entrelazadas con gritos, humaredas y sangre. En oscuros recovecos se fugaron palabras, cantos y colores de la memoria, ¿acaso escondidos en sueños, en lo más profundo de la noche, cuando el raciocinio duerme y en nuestra frente danzan los tigres?
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