Publicado en La Razón. Tampico, Tamaulipas. Martes 18 de mayo de 2010.
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Viajar es un asunto privado. Es como amar o morir. Nadie acompaña, en realidad, al viajero en lo profundo de su experiencia, donde el Yo y el paisaje se hacen uno. Mas, de manera inevitable, cada palabra y rostro en el camino se vuelven cicatrices en su piel.
La riqueza de la jornada tendrá su eje en la mirada del que viaja. El que tenga lucidez irá más lejos, dentro de su propia alcoba, que quien transita por media América con los ojos ensombrecidos.
Desde niña he querido recorrer todos los mundos posibles. Y, como es lógico, empecé en mi casa, en las llanuras y los acantilados de mi alma.
Hay puntos de la Tierra a los que me gusta ir, por ejemplo Chicontepec, en el estado de Veracruz. “El balcón de la Huasteca”, le dicen sus habitantes, al borde del precipicio.
En los días despejados uno puede ver los “siete cerros” que le dan al pueblo su nombre en náhuatl. No fue éste el caso, el jueves de la semana pasada. Bajo un cielo nublado que, sin embargo, dejaba retozar al Sol entre los tejos, volví a caminar por los recovecos de mi niñez. Hace años, iba con mi madre a saludar a los parientes –ahora casi todos, viejos, han muerto.
Angosta culebra de asfalto, la calle principal se extiende a lo largo del poblado; las hileras de coches se atascan mientras las callecitas empinadas, recargadas en el verdor de las lomas, despliegan pergaminos de colores. Siguen aquí estas muchachas de tez color cobre, enaguas floreadas y pájaros bordados en el pecho. Los surcos en la espalda de los hombres. La sonrisa escarpada de las ancianas que van dejando sus días en las veredas, con sus canastos de palma.
Pronto se estrenará el mercado, un resbalón de modernidad en medio del caserío y de los árboles.
Como antaño, mi madre estaba a mi lado en esta nueva visita al pueblo. La breve travesía había estado matizada por lo inesperado: el chofer del coche que nos había llevado de San Sebastián a Chicontepec, nos habló de poesía. “Me gustan los poemas de protesta”, dijo. Y recitó emocionado –¡qué envidiable memoria!– un hato de letras patrióticas. Habló de Tlatelolco y de la tristeza de los indígenas. De la belleza de Sudamérica y la música de nuestro siglo. Aún hay auténticos viajeros, pensé.
De regreso pasé a Tantoyuca. En la plaza principal se había instalado una pequeña Feria del Libro; uno me atrajo: Hotel Nómada, de Cees Nooteboom. Al inicio de su crónica, donde relata su paso por lugares como Gambia y Malí, el escritor neerlandés cita un texto del siglo XII, del sabio Ibn al-Arabi: “El origen de la existencia es el movimiento. Esto significa que la inmovilidad no puede darse en la existencia, pues, de estar inmóvil, regresaría a su origen: la Nada. Por esta razón el viaje no tiene fin, tanto en el mundo superior como en el mundo inferior.”
El único viaje posible es en el Tiempo. ¿Hacia dónde nos dirigimos, segundo a segundo, romeros de la vida?
La riqueza de la jornada tendrá su eje en la mirada del que viaja. El que tenga lucidez irá más lejos, dentro de su propia alcoba, que quien transita por media América con los ojos ensombrecidos.
Desde niña he querido recorrer todos los mundos posibles. Y, como es lógico, empecé en mi casa, en las llanuras y los acantilados de mi alma.
Hay puntos de la Tierra a los que me gusta ir, por ejemplo Chicontepec, en el estado de Veracruz. “El balcón de la Huasteca”, le dicen sus habitantes, al borde del precipicio.
En los días despejados uno puede ver los “siete cerros” que le dan al pueblo su nombre en náhuatl. No fue éste el caso, el jueves de la semana pasada. Bajo un cielo nublado que, sin embargo, dejaba retozar al Sol entre los tejos, volví a caminar por los recovecos de mi niñez. Hace años, iba con mi madre a saludar a los parientes –ahora casi todos, viejos, han muerto.
Angosta culebra de asfalto, la calle principal se extiende a lo largo del poblado; las hileras de coches se atascan mientras las callecitas empinadas, recargadas en el verdor de las lomas, despliegan pergaminos de colores. Siguen aquí estas muchachas de tez color cobre, enaguas floreadas y pájaros bordados en el pecho. Los surcos en la espalda de los hombres. La sonrisa escarpada de las ancianas que van dejando sus días en las veredas, con sus canastos de palma.
Pronto se estrenará el mercado, un resbalón de modernidad en medio del caserío y de los árboles.
Como antaño, mi madre estaba a mi lado en esta nueva visita al pueblo. La breve travesía había estado matizada por lo inesperado: el chofer del coche que nos había llevado de San Sebastián a Chicontepec, nos habló de poesía. “Me gustan los poemas de protesta”, dijo. Y recitó emocionado –¡qué envidiable memoria!– un hato de letras patrióticas. Habló de Tlatelolco y de la tristeza de los indígenas. De la belleza de Sudamérica y la música de nuestro siglo. Aún hay auténticos viajeros, pensé.
De regreso pasé a Tantoyuca. En la plaza principal se había instalado una pequeña Feria del Libro; uno me atrajo: Hotel Nómada, de Cees Nooteboom. Al inicio de su crónica, donde relata su paso por lugares como Gambia y Malí, el escritor neerlandés cita un texto del siglo XII, del sabio Ibn al-Arabi: “El origen de la existencia es el movimiento. Esto significa que la inmovilidad no puede darse en la existencia, pues, de estar inmóvil, regresaría a su origen: la Nada. Por esta razón el viaje no tiene fin, tanto en el mundo superior como en el mundo inferior.”
El único viaje posible es en el Tiempo. ¿Hacia dónde nos dirigimos, segundo a segundo, romeros de la vida?
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