por esa simple manía de abrazar siluetas de cangrejo en el aire –ablandarse toda sobre el retrete como un pulpo, saberse más que niña o escalera en el borde–, permanecía de pie junto a la ventana del despertar, afiladas las diminutas uñas, rascándose la oreja izquierda. La cabeza a punto de inflorescencia o lluvia.
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Acariciaba los biseles de su espejo pensando en el sexo de otra mujer. Fantasmas como péndulos: su padre –rasgándola por dentro– o su hijo recién parido; un gato hermafrodita envuelto en estambre rosa.
Y ella misma no era Ella.
No olvides ponerte tu bufanda azul. ¿Por qué ponerse su bufanda azul?
El dedo índice como un delfín en mares ácidos. Y en la pared la sombra de una muchacha muerta.
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Acariciaba los biseles de su espejo pensando en el sexo de otra mujer. Fantasmas como péndulos: su padre –rasgándola por dentro– o su hijo recién parido; un gato hermafrodita envuelto en estambre rosa.
Y ella misma no era Ella.
No olvides ponerte tu bufanda azul. ¿Por qué ponerse su bufanda azul?
El dedo índice como un delfín en mares ácidos. Y en la pared la sombra de una muchacha muerta.
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No olvides apagar el incendio. Yo no hice ningún incendio.
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La noche huérfana de olores, la noche nítida y brillante –sin volutas de ceniza, sin humedades de hembra, sin aullidos de novia. La noche como una habitación vacía.
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Y ella misma: el horizonte.
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