Publicado en La Razón. Tampico, Tamaulipas. Martes 30 de enero de 2010
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Mientras cae la tarde, como de soslayo, en medio del mecánico ajetreo de un micro en la avenida Hidalgo, recuerdo aquellos versos de Antonio Quintero: "¿A dónde pueden ir los perros de agua? / ¿Acaso no ves los huesos y la tierra / el sol y las cadenas?" (Los rituales del siglo, 2001).
El nombre de Tampico se diluye en estas letras como tinta china en un río. Siento gemir los vocablos entre mis dedos. Un ladrido, quizá. Una provocación de la memoria siempre dispuesta a morderme la piel.
Del aglomerado transporte público paso a la tranquilidad de la calle Azahar. La colonia Las Flores luce despejada, como todas las veces que he venido por aquí. No hay transeúntes cerca, apenas un poco de viento y el golpeteo de los minutos.
Aquí está, entretejida en hilos de luz, sosegada en sueños de argamasa, la Pirámide.
Mis pensamientos se dan a la fuga, y sólo me queda esta sensación que me acoge frente al rostro de alguien amado a quien tengo tiempo de no ver.
Rodeado por una cerca metálica, el cúe parece un animal viejo tendido plácidamente en la arena, acostumbrado a la soledad.
El nombre de Tampico se diluye en estas letras como tinta china en un río. Siento gemir los vocablos entre mis dedos. Un ladrido, quizá. Una provocación de la memoria siempre dispuesta a morderme la piel.
Del aglomerado transporte público paso a la tranquilidad de la calle Azahar. La colonia Las Flores luce despejada, como todas las veces que he venido por aquí. No hay transeúntes cerca, apenas un poco de viento y el golpeteo de los minutos.
Aquí está, entretejida en hilos de luz, sosegada en sueños de argamasa, la Pirámide.
Mis pensamientos se dan a la fuga, y sólo me queda esta sensación que me acoge frente al rostro de alguien amado a quien tengo tiempo de no ver.
Rodeado por una cerca metálica, el cúe parece un animal viejo tendido plácidamente en la arena, acostumbrado a la soledad.
Esta construcción –leo en una placa– es la sobreviviente de “un conjunto de más de cuarenta montículos que se extendía por el área que hoy ocupa la colonia Las Flores, hasta la ribera de la laguna del Chairel”.
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“Este tipo de templos se dedicaba al culto de sus dioses; en ocasiones se sepultaba alrededor de la pirámide a individuos sacrificados en honor de una deidad o a los jerarcas del pueblo.”
Pienso en don Joaquín Meade, en lo que significa ser hijos de esta región, “siendo Tampico la primera ciudad de la Huasteca”. En el libro La huasteca Tamaulipeca, el ilustre historiador menciona: “El núcleo de Las Flores sin duda tuvo su principio en la época inmediata o posterior a la de Xolotl, señor chichimeca y a la de su mujer Tomiyauh, señora de Tampico y de los huastecas”.
El templo expone una terrosa desnudez. Los siglos le han arrebatado su vestidura. Ya no se ve por aquí el jade, la concha labrada y el cobre. Los dioses dormitan en su trono de piedra.
Uno alcanza a percibir la respiración de la laguna. El frescor del aire. Los suaves pasos de los gatos y la mirada fugaz de algún hombre desde la ventanilla de su automóvil.
Me cruza por la mente la palabra sacrificio.
La ciudad abre sus párpados de aluminio. Los semáforos destellan de prisa. Estoy de nuevo en un camión estomagante. Observo a la gente cabeceándose, los ojos entornados, y a nadie le pregunto: ¿Acaso no ves los huesos y la tierra…?
Pienso en don Joaquín Meade, en lo que significa ser hijos de esta región, “siendo Tampico la primera ciudad de la Huasteca”. En el libro La huasteca Tamaulipeca, el ilustre historiador menciona: “El núcleo de Las Flores sin duda tuvo su principio en la época inmediata o posterior a la de Xolotl, señor chichimeca y a la de su mujer Tomiyauh, señora de Tampico y de los huastecas”.
El templo expone una terrosa desnudez. Los siglos le han arrebatado su vestidura. Ya no se ve por aquí el jade, la concha labrada y el cobre. Los dioses dormitan en su trono de piedra.
Uno alcanza a percibir la respiración de la laguna. El frescor del aire. Los suaves pasos de los gatos y la mirada fugaz de algún hombre desde la ventanilla de su automóvil.
Me cruza por la mente la palabra sacrificio.
La ciudad abre sus párpados de aluminio. Los semáforos destellan de prisa. Estoy de nuevo en un camión estomagante. Observo a la gente cabeceándose, los ojos entornados, y a nadie le pregunto: ¿Acaso no ves los huesos y la tierra…?
Provocaciòn de la Memoria...
ResponderEliminarNo sé porqué, de pronto, algo me muerde por dentro. Una voz casi imperceptible que susurra: Recuerda, recuerda cuando solías ladrar, cuando todavía andabas en cuatro patas.