Publicado en La Razón. Tampico, Tamaulipas. Martes 9 de febrero de 2010.
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Debo decirlo, nunca he sido gente de perros. Quizá porque éstos me recuerdan demasiado la cara del dolor, y me despiertan un sentimiento punzante al saber que su naturaleza y su destino se ligan a la mano caprichosa del hombre. Pero, como uno no puede huir de su espejo, así me he encontrado “El quejido del perro” al final del volumen de poesía Tiʼ u billil, in nookʼ (Del dobladillo de mi ropa), de la poeta maya Briceida Cuevas Cob (Antología. Comisión Nacional para el Desarrollo de los Pueblos Indígenas. Serie Literatura Indígena Contemporánea. México, D.F., 2008).
Primero, hay que notar que el libro, como objeto, es hermoso, ligero al tacto como un ave agazapada en un cielo marrón, ocre y naranja.
Briceida es originaria de Tepakán, Calkiní, Campeche. Trabaja activamente en la promoción y difusión de la literatura en lenguas indígenas e imparte talleres de creación literaria en lengua maya peninsular.
Del dobladillo de mi ropa es un recorrido breve a lo largo de sus años de escritura. Los textos se abren –se exponen– ante el lector, desnudos y llanos. La voz es, indiscutiblemente, la de una mujer: “Hija mía,/ préndete los alfileres en la ropa,/ ponte la pantaleta roja,/ bebe del agua con que se lavó el metate/ para que mamá luna no deje su mancha/ en el cuerpo de tu retoño cuando te rasques.”
Un universo íntimo, musical como un cántaro, se nos muestra sin tapujos. Briceida nos lleva caminando hasta el pozo, nos besa la frente con labios tersos de niña; nos abraza con la fuerza de un árbol viejo, nos habla del amor, de la sangre en las ingles, de cómo la noche aúlla y el miedo dispara. Todo es un retorno al vientre del mundo: “Traspasarás el umbral de tu memoria/ hasta adentrarte en tu propia casa/ sin tener que tocar la puerta.”
Las imágenes brotan desde una visión cálida, diríamos, inocente: “El sol es un recién nacido que esparce sus tibias y amarillas lágrimas.” En esta misma sencillez del que mira el entorno con ojos limpios, la poeta nos hace partícipes de un duelo, nos relata la pérdida de una madre, que es también la tierra, que es también ella misma, nuestra propia hermana o hija: “Todas tus palabras acurrucadas se hallan aquí/ en mis oídos como pequeñas palomas.”
Finalmente, Briceida nos despeja la ruta del clamor colectivo, el verso que violenta nuestras entrañas. La efigie canina, evocadora del hambre, el sufrimiento, la bravura o la lealtad; lomo donde cae el palo de una escoba, una piedra de canto rodado o la punta de una bota.
Vemos, entonces, el trasfondo de una crítica social, una denuncia. Las aristas pronunciadas bajo la tela de la civilización: “Negro,/ blanco,/ amarillo,/ café,/ pinto./ Perro común,/ perro extranjero,/ tienen un mismo corazón./ Tú/ hasta la comida le compras al perro de casta./ Tú/ lo sacas inclusive a pasear por la plaza./ Tú/ ladeas con el pie al perro común con tu desprecio./ Tú/ crees que anda tras de ti por el hueso que no le tiras./ No sabes que este perro/ es la muerte que anda tras de tus huesos.”
Quizá nuestra existencia sea, un tanto, como este perro mimado que come croquetas, o ese otro que husmea entre las ventanas, o aquel, que se recuesta bajo la sombra de una ceiba a lamerse las heridas, ¿tú, qué piensas?
Primero, hay que notar que el libro, como objeto, es hermoso, ligero al tacto como un ave agazapada en un cielo marrón, ocre y naranja.
Briceida es originaria de Tepakán, Calkiní, Campeche. Trabaja activamente en la promoción y difusión de la literatura en lenguas indígenas e imparte talleres de creación literaria en lengua maya peninsular.
Del dobladillo de mi ropa es un recorrido breve a lo largo de sus años de escritura. Los textos se abren –se exponen– ante el lector, desnudos y llanos. La voz es, indiscutiblemente, la de una mujer: “Hija mía,/ préndete los alfileres en la ropa,/ ponte la pantaleta roja,/ bebe del agua con que se lavó el metate/ para que mamá luna no deje su mancha/ en el cuerpo de tu retoño cuando te rasques.”
Un universo íntimo, musical como un cántaro, se nos muestra sin tapujos. Briceida nos lleva caminando hasta el pozo, nos besa la frente con labios tersos de niña; nos abraza con la fuerza de un árbol viejo, nos habla del amor, de la sangre en las ingles, de cómo la noche aúlla y el miedo dispara. Todo es un retorno al vientre del mundo: “Traspasarás el umbral de tu memoria/ hasta adentrarte en tu propia casa/ sin tener que tocar la puerta.”
Las imágenes brotan desde una visión cálida, diríamos, inocente: “El sol es un recién nacido que esparce sus tibias y amarillas lágrimas.” En esta misma sencillez del que mira el entorno con ojos limpios, la poeta nos hace partícipes de un duelo, nos relata la pérdida de una madre, que es también la tierra, que es también ella misma, nuestra propia hermana o hija: “Todas tus palabras acurrucadas se hallan aquí/ en mis oídos como pequeñas palomas.”
Finalmente, Briceida nos despeja la ruta del clamor colectivo, el verso que violenta nuestras entrañas. La efigie canina, evocadora del hambre, el sufrimiento, la bravura o la lealtad; lomo donde cae el palo de una escoba, una piedra de canto rodado o la punta de una bota.
Vemos, entonces, el trasfondo de una crítica social, una denuncia. Las aristas pronunciadas bajo la tela de la civilización: “Negro,/ blanco,/ amarillo,/ café,/ pinto./ Perro común,/ perro extranjero,/ tienen un mismo corazón./ Tú/ hasta la comida le compras al perro de casta./ Tú/ lo sacas inclusive a pasear por la plaza./ Tú/ ladeas con el pie al perro común con tu desprecio./ Tú/ crees que anda tras de ti por el hueso que no le tiras./ No sabes que este perro/ es la muerte que anda tras de tus huesos.”
Quizá nuestra existencia sea, un tanto, como este perro mimado que come croquetas, o ese otro que husmea entre las ventanas, o aquel, que se recuesta bajo la sombra de una ceiba a lamerse las heridas, ¿tú, qué piensas?
"Tú/ crees que anda tras de ti por el hueso que no le tiras./ No sabes que este perro/ es la muerte que anda tras de tus huesos.”
ResponderEliminarComo dicen, todos tenemos un perro y un dueño.