Publicado en La Razón. Tampico, Tamaulipas. Domingo 23 de agosto de 2009
Nací cerca del Atlántico, en Tamaulipas, este elefante surrealista atravesado por el Trópico de Cáncer, donde las húmedas corrientes del sur alternan con la respiración de la sierra. Los calores. La lluvia (apenas). El tráfico en las avenidas.
Dejé anclada mi niñez al norte de Veracruz, entre las lomas y las pozas, los cocuyos y los caminos de cempasúchil. Una mañana de resplandores salados retorné a la orilla del mar. Tampico, sus casonas y sus plazas. La Aduana. Las tortas de la barda. Este rumor de arena rasgada por el aire.
Allá por 2002 mi quehacer docente me llevó hacia Pánuco, uno, dos, tres años. Iba y venía entre aquellos rumbos tantas veces andados por la gente de los pueblos mesoamericanos.
¿Puede uno mirarse en el espejo, sin sentir nostalgia, después de ver a los pescadores apuntalando el día? Cómo no evocar a todos los navegantes que han dejado su huella invisible en esta ribera. Imaginar lo extenso de la corriente, punto de partida y retorno de los sueños. Las gaviotas en vilo sobre las aguas mansas. La Villa de Santiesteban del Puerto. Panutla. Lugar de paso.
No sé si te has recostado, alguna vez, junto a la frescura del río, cerrado los ojos con la confianza de estar en un sitio amigable. Las personas aquí parecen no tener prisa. El tiempo es una bestia echada en el asfalto.
Una tarde llena de hojas amarillentas me mudé a Madero, la ciudad olvidada, con su cielo anaranjado, los espasmos del fuego, la lengua roja de las chimeneas. En sus parques aún reina la quietud. Si caminas por la Avenida Obregón y cruzas las vías del ferrocarril, más allá del Corredor Industrial, encontrarás el filo del Océano. Los médanos bañados por el Sol. Las algas trepadas en la roca y en los troncos de corteza mojada.
Hasta hace una semana Altamira me sonaba distante (aunque bien queda a la vuelta de la esquina), al margen de mi realidad inmediata. Ahora trabajo aquí, en una escuela preparatoria. Todo se dio de pronto. Cinco días para mudarme de casa, de empleo, de ciudad, de rostro.
Pienso en la mar. Aquí están mi puño y la letra. Un vado en medio de las horas (que pasan y se alejan). Recuerdo aquel poema de Bukowski: Agua y luz y tiempo y espacio.
No hay gente de un solo lugar, digo. ¿No somos viajeros de la cotidianeidad, cartógrafos que trazamos, con una resbaladiza escuadra, el mapa fugaz de nuestros días?
Nací cerca del Atlántico, en Tamaulipas, este elefante surrealista atravesado por el Trópico de Cáncer, donde las húmedas corrientes del sur alternan con la respiración de la sierra. Los calores. La lluvia (apenas). El tráfico en las avenidas.
Dejé anclada mi niñez al norte de Veracruz, entre las lomas y las pozas, los cocuyos y los caminos de cempasúchil. Una mañana de resplandores salados retorné a la orilla del mar. Tampico, sus casonas y sus plazas. La Aduana. Las tortas de la barda. Este rumor de arena rasgada por el aire.
Allá por 2002 mi quehacer docente me llevó hacia Pánuco, uno, dos, tres años. Iba y venía entre aquellos rumbos tantas veces andados por la gente de los pueblos mesoamericanos.
¿Puede uno mirarse en el espejo, sin sentir nostalgia, después de ver a los pescadores apuntalando el día? Cómo no evocar a todos los navegantes que han dejado su huella invisible en esta ribera. Imaginar lo extenso de la corriente, punto de partida y retorno de los sueños. Las gaviotas en vilo sobre las aguas mansas. La Villa de Santiesteban del Puerto. Panutla. Lugar de paso.
No sé si te has recostado, alguna vez, junto a la frescura del río, cerrado los ojos con la confianza de estar en un sitio amigable. Las personas aquí parecen no tener prisa. El tiempo es una bestia echada en el asfalto.
Una tarde llena de hojas amarillentas me mudé a Madero, la ciudad olvidada, con su cielo anaranjado, los espasmos del fuego, la lengua roja de las chimeneas. En sus parques aún reina la quietud. Si caminas por la Avenida Obregón y cruzas las vías del ferrocarril, más allá del Corredor Industrial, encontrarás el filo del Océano. Los médanos bañados por el Sol. Las algas trepadas en la roca y en los troncos de corteza mojada.
Hasta hace una semana Altamira me sonaba distante (aunque bien queda a la vuelta de la esquina), al margen de mi realidad inmediata. Ahora trabajo aquí, en una escuela preparatoria. Todo se dio de pronto. Cinco días para mudarme de casa, de empleo, de ciudad, de rostro.
Pienso en la mar. Aquí están mi puño y la letra. Un vado en medio de las horas (que pasan y se alejan). Recuerdo aquel poema de Bukowski: Agua y luz y tiempo y espacio.
No hay gente de un solo lugar, digo. ¿No somos viajeros de la cotidianeidad, cartógrafos que trazamos, con una resbaladiza escuadra, el mapa fugaz de nuestros días?
Lo leí el domingo en La Razón y me gustó. Lo he descubierto hoy en tu blog y me encantó.
ResponderEliminarEsta Verdadera Guerra es la que debería prevalecer en el orbe.
Felicidades. Ah! y si puedes, sigue mi blog, que de poético y armponico no tiene ni letra.
www.negociostampico.blogspot.com
Saludos
Tomás Briones