Literatura & Psicología

14.5.22

Mirarte en el espejo de quien te procreó

Solo cuando empecé a maternar pude comenzar a trabajar la relación con mi propia figura materna. Siempre me sentí desprendida de mi madre; la percibía, sí, como una mujer admirable pero extraña. No se me dio ese vínculo que tienen las niñas con la madre, de buscar sus brazos o su protección, de abrevar la ternura; parecía haberse abierto desde el primer día una brecha que a ratos pasaba sobre el vientre como un aleteo. Escribí para mi madre poemas desde que era muy niña porque no sabía de qué otra manera se habla con las madres. Pero después del punto, la mano permanecía vacía; las rodillas inmóviles.

En la niñez y primera juventud, creí que mamá no me amaba demasiado, y eso era natural: ¿Por qué las madres iban a estar obligadas a amar demasiado a sus hijos?

La indiferencia tiene algo de comodidad. Mirarte en el espejo de quien te procreó, en cambio, es una batalla de la que no sales ilesa. No sentía que hubiera algo que sanar porque no percibía esa distancia como una enfermedad. Tal vez, simplemente, esa conexión no se había dado. Tal vez hay hijas en las que no se da la impronta, en las que falta algo al nacer o en las que el amor debe construirse de otra forma. No me recuerdo siendo una niña especialmente cariñosa, más bien pragmática y "metida en mis cosas".

Pero si algo me gusta es que no vi la figura de la madre como una deidad. Cuando la madre es una deidad, hay tabú: no alcanzamos a revelar nuestra esencia ante ella, ni nosotras mismas en nuestro papel somos honestas con los hijos. Solo cuando reconocemos esa parte salvaje en ambas, podemos descansar del peso de la divinidad.

Fui la hija descosida, la que no entró en el molde, la que no cumplió el destino asignado. Pero acaso también he sido la hija que ha aprendido a abrazar a la mujer genuina bajo todas esas capas laboriosamente construidas por el mundo.

Y ahora, cuando mis hijas me abrazan me pregunto, ¿qué partes de mí se conectan con ellas?, ¿qué imagen de la madre poblará su imaginario? A veces mi hija mayor me mira con un destello en los ojos y me dice: Nunca te separes de mí, quiero estar contigo aun cuando seas vieja y cuando yo misma envejezca, nos contaremos cuentos igual que ahora, y nos reíremos abrazadas; y otras veces, me dice, con un dejo de asombro, Mami, ¿has notado cuánto te pareces a la abuela?

12.9.21

Él era un gigante

no como el del cuento
este era generoso y ayudaba a las brujas
a trepar en las ramas de la infancia
así lo recuerdo
saliendo de un carruaje o de un taxi la memoria es
escasa en estos días
pero quién necesita la memoria
tan mentirosa
habituada a encerrar lagartijas en el sótano
mejor me quedo con la hoja
la tinta
una escoba con ruedas de bicicleta
rumbo al mercado
y los miles de bichitos aleteando
en la testa de un destino
pas-toc / pas-toc
¡Ah qué vida tan fugaz!
¿no es así?
fugaz caballo blanco en espiral de vidrio
rota la pezuña
contra el fuego
montón de hojas derrotadas por la luz
breve y sin embargo
nacen flores en las tumbas
salen dientes a las lápidas
me vuelvo un poco hereje
para espantar a los vivos
porque es entre las tazas de té
y los viejos libros
donde brilla el rumor de sus pisadas

Para Orlando Ortiz (1945-2021), mvg, Monterrey, 10 de septiembre, 2021
Fotografía: Abril de 2015, Colegio Civil, Monterrey.


Ilustración: "El abuelo Justino", mvg, 2020, para el libro ¡Ah, qué vida tan chaparra, de Orlando Ortiz.

11.9.21

El llanto es una nuez gruesa

Siempre tuve la palanca del llanto descompuesta, cuando de niña algo me dolía no sabía cómo girarla; una especie de guijarro caía por mi garganta como por un pozo. Sentía mis músculos contraerse hasta dificultarme la respiración. Acaso esa fue una de las razones de aquella tos incurable que ningún médico sabía explicar, y por ello se contentaban con dar prohibiciones: No deje que a la niña le den las corrientes de aire, que no la toque la lluvia, que no salga sin suéter, que no pise el suelo sin zapatos. Pasé por todos los estudios de estreptococos, estafilococos y alérgenos que se les ocurrieron a los pediatras, otorrinolaringólogos y alergólogos. Esas palabras eran parte de un imaginario extraño, un mundo poblado de bichitos, pequeños monstruos que me comían por dentro.

Tal vez, en el fondo, yo solo quería llorar y no sabía cómo. Y el llanto se hacía una nuez gruesa, de cáscara durísima y contorno afilado, en medio de la tráquea, en los conductos que subían hasta la nariz, qué se yo. Algunas veces, de forma inesperada, el llanto se desatoraba y fluía un hilo cristalino tirado por la gravedad. Entonces ese hilo tenía una forma mala, no había una razón que fuera válida. El llanto tiene sus razones, eso me decían, no puede ser “porque sí”. Por ejemplo, cuando me rompí la frente con una maceta el llanto tuvo una causa natural, fue lógico; pero ese otro, que brotaba ante una mirada o ante una palabra cortante, ese no tenía sentido.

Cuando pasé el umbral de la niñez poco a poco la tos cesó. Cesaron también las fiebres altas y mi piel dejó de mancharse ante el sol. Y lo que llegó fue el frío, un frío que aparecía de pronto, incluso en días calurosos. Un frío que no parecía venir de las corrientes de aire ni de la lluvia; venía de adentro de los huesos y me hacía temblar. Temblaba tanto que temía desbaratarme y que mis fragmentos se esparcieran por los corredores.

La adultez se fue instalando en un cuerpo que seguía sin saber cómo llorar. Si no era ante el recuerdo o el abrazo de mis gatos, ¡con mis gatos sí que lloraba!, ellos tenían esa cualidad de sacar del pozo los guijarros del llanto. O cuando se me quemaba el arroz. ¿A cuántas cacerolas de arroz quemado les debo una dosis liberadora de lágrimas? Y a mis tazas rotas. Sí que me altero cuando una taza se me cae de las manos. Y vaya que tengo la torpeza suficiente para haberlas roto todas, una a una. El café caliente derramado a mis pies es el recordatorio eterno de mis muñecas demasiado elásticas.

He pasado algunas mañanas contemplando esos guijarros amontonados en la oscuridad. ¿Cuánto llanto se puede acumular con los años? A veces es tan pesada esa masa que no puedo moverme. La carne toda se hace una estatua fría; los ojos limpios; la boca, una línea simétrica y serena. Por eso cuando alguien me dice que está llorando, lo siento como una bendición, como un regalo. Quisiera decirle enséñame a llorar, a llorar por las cosas lógicas, por la muerte, por la locura, no por las tazas rotas y el arroz quemado.

Pero a veces la lluvia llega a mi puerta. Y mis hijas salen corriendo a dar todos esos brincos que yo no di cuando era niña, se mojan los cabellos y las manos, sin miedo a los bichitos que te comen por dentro. Y entonces algo empuja, así, despacito, esa palanca descompuesta, oxidada, que va desatorando de a poco la entrada del pozo.

1.7.21

Consejos para leer este libro: la poética de Marisol Vera Guerra

#SiLaMuerteSeEnamoraDemí, Voces de Barlovento Editores, segunda edición, Tampico, 2021.

"Además del poeta parisiense autor de Las flores del mal, es posible encontrar, no solo en este libro, sino a lo largo de toda su obra poética, referencias y guiños a las lecturas y los autores que han hecho de Marisol Vera Guerra la poeta deslumbrante que es hoy. Por las páginas que siguen los lectores podrán encontrar ecos tan variopintos como los de Platón, Kafka, Camus, Sartre, Freud, Papini, Plath, Rulfo, Kierkegaard y Shakespeare, entre otros, que junto con versos irónicos o abiertamente chuscos (“tu estómago es hoy un buen amigo” o “[la gente prefiere antes que la felicidad] una tarjeta de puntos de Soriana”) equilibran con precisión quirúrgica la respuesta sensible que buscaban producir". Francisco Barrios 



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