Publicado en La Razón. Tampico, Tamaulipas, jueves 12 de junio de 2014.
Cuando era niña mi hermana
Nadia me contaba cuentos. Los iba tejiendo al hablar como si ya estuvieran allí,
en el bordado colorido de su mente. Espontáneos, sin restricciones y, lo mejor
de todo, yo podía decidir por qué rumbo iba la trama. Lo más característico es
que estaban llenos de esperanza: las brujas se volvían buenas, los dragones
terminaban siendo amigos de los caballeros y los muertos revivían. Ah, pero no
creas que eran historias tan dulces, los villanos de obras clásicas, de series
de televisión y hasta de la vida real aparecían en nuestras historias y
recibían su merecido. Aunque al final, todos acababan contentos.
Una parte significativa de
lo que ahora soy nació en esos rincones de la casa de mis padres donde Nadia
hacía que el mundo se volviera mágico. Eran los ochenta, no teníamos internet,
ni TV por cable, ni videojuegos; tan sólo un par de televisores de bulbos, en
blanco y negro. Ah, bueno, y libros, montones de libros.
¿Qué le pasa a la imaginación
de los niños en esta época, con tanta tecnología a su alcance? Aventuro la
respuesta: nada, la imaginación de los niños sigue intacta. Son los adultos los
que a menudo parecen haber perdido la creatividad, el tiempo, el entusiasmo para
crear espacios fuera de las redes sociales y del trabajo.
Tengo dos hijos, uno de 6
años y otra de 1, a los que les cuento cuentos. En pocos momentos del día veo
sus caras tan luminosas como en esos ratos. Cuando imparto talleres infantiles
o cuando voy a leer a escuelas primarias compruebo que los pequeños tienen un
gusto natural por la literatura y creo que sólo es cuestión de estimular ese
placer sin presentarles los libros como algo riguroso y obligatorio. Y no, no
creo que la oralidad desaparezca con el cine o la Internet. La necesidad de narrar
es inherente a la naturaleza humana. No veo a la tecnología como una enemiga,
sino como un puente, un recurso más para humanizarnos, si la usamos con mesura
y no en este juego de enajenación y consumismo que nos venden las
corporaciones.
Me gustaría que alguna vez todos
los padres les contaran cuentos a sus hijos, porque –como dice el
portisifodulocamachincuilo, personaje infantil creado por Laura Fernández– “sin
cuentos los dejaron sin fantasías y sin sueños que cumplir”.
Ah, una cuentista
que recomiendo es Yarezi Salazar, sus narraciones son un éxito en mis talleres.
Por cierto, he leído un
cuento de Carlos Acosta, “Los niños de los zapatos azules” (Me narraré hasta encontrarme,
ITCA, 2012) para hacernos recordar aquella niñez con sus brincos y fantasías
que un buen día se nos fue en un tren.
No hay comentarios:
Publicar un comentario