Recuerdo
aquellos tiempos cuando todos corríamos a consultar el diccionario para saber
cómo se escribía una palabra. Ahora el corrector ortográfico de nuestro
software nos ahorra la fatiga. Aunque –se nos olvida– ni el Word ni otros
programas tienen “criterio” para ver el texto como una totalidad, es decir, un
sentido estético que vaya más allá de confirmar si debemos escribir “monstruo”
o “mostro”, o si “burro” va con “b” o con “v”, y que nos ayude a encontrar
congruencia y elegancia en los contenidos.
Algunos,
claro, buscan escribir con irreverencia (y creen que ser “irreverente” en las
letras es echar la gramática a un pozo). La RAE, en la actualidad, parece
darles por su lado a los hablantes perezosos con algunas de sus reformas, ¿a
quién le importan los acentos diacríticos?
¿Quién
es el editor? Un profesional poco común, diría yo, especialmente en países como
el nuestro donde las masas están habituadas a escribir mal (haz la prueba, toma
nota un día de cuántos letreros con errores ves en los negocios locales) y los
libros son objetos menospreciados. Hace falta algo más que manejar las reglas
ortográficas; se necesita una visión panorámica del texto (incluyendo los
aspectos gráficos), una amplia cultura y la capacidad de tomar decisiones.
Asumir
esta disciplina implica una gran responsabilidad con la lengua y con el autor. La
edición es, a mi punto de vista, un arte por derecho propio: pulir un texto
como lo haría el cincel con la roca; preparar un libro para su viaje final,
como se prepara un navío que se echará a mar abierta. Una errata es para el
editor un bicho que se coló en la embarcación.
Desde
hace ocho años me he venido desempeñando en este oficio, de manera
independiente, y me he encontrado con las impresiones más curiosas. Cuando digo que me dedico a corregir textos y hacer libros, se me
quedan viendo como si dijera que me dedico a cazar extraterrestres. Con
frecuencia terminan diciéndome algo así: “bueno, ¿pero en qué trabajas?” No es raro
que se me acerquen personas con un bonche de 200 páginas y me digan simpáticamente,
“dame una opinión de mi novela”, así, ¡gratis, por supuesto!, o que me
pregunten con cierto aire de asombro e indignación “¿cobras?” Nadie le pregunta
eso a un médico o a un abogado, ni a la señora que vende gorditas: sus trabajos
son reales y tangibles.
No
faltan aquellos que me amenazan con que ya registraron su maravillosa obra y ¡ay
de aquel que ose plagiarla! En mi experiencia, esta desconfianza suele ser
inversamente proporcional al talento del escritor en ciernes.
Pienso
que los correctores virtuales no sustituyen el ojo de un buen editor, aunque
éste no deja de ser humano y de vez en cuando se le va de polizón algún ripio.
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