Literatura & Psicología

1.5.14

Sobre editores, bichos y embarcaciones

Publicado en La Razón, Tampico, Tamaulipas. Jueves, 1 de mayo de 2014.

Recuerdo aquellos tiempos cuando todos corríamos a consultar el diccionario para saber cómo se escribía una palabra. Ahora el corrector ortográfico de nuestro software nos ahorra la fatiga. Aunque –se nos olvida– ni el Word ni otros programas tienen “criterio” para ver el texto como una totalidad, es decir, un sentido estético que vaya más allá de confirmar si debemos escribir “monstruo” o “mostro”, o si “burro” va con “b” o con “v”, y que nos ayude a encontrar congruencia y elegancia en los contenidos.

Algunos, claro, buscan escribir con irreverencia (y creen que ser “irreverente” en las letras es echar la gramática a un pozo). La RAE, en la actualidad, parece darles por su lado a los hablantes perezosos con algunas de sus reformas, ¿a quién le importan los acentos diacríticos?

¿Quién es el editor? Un profesional poco común, diría yo, especialmente en países como el nuestro donde las masas están habituadas a escribir mal (haz la prueba, toma nota un día de cuántos letreros con errores ves en los negocios locales) y los libros son objetos menospreciados. Hace falta algo más que manejar las reglas ortográficas; se necesita una visión panorámica del texto (incluyendo los aspectos gráficos), una amplia cultura y la capacidad de tomar decisiones. 

Asumir esta disciplina implica una gran responsabilidad con la lengua y con el autor. La edición es, a mi punto de vista, un arte por derecho propio: pulir un texto como lo haría el cincel con la roca; preparar un libro para su viaje final, como se prepara un navío que se echará a mar abierta. Una errata es para el editor un bicho que se coló en la embarcación.

Desde hace ocho años me he venido desempeñando en este oficio, de manera independiente, y me he encontrado con las impresiones más curiosas. Cuando digo que me dedico a corregir textos y hacer libros, se me quedan viendo como si dijera que me dedico a cazar extraterrestres. Con frecuencia terminan diciéndome algo así: “bueno, ¿pero en qué trabajas?” No es raro que se me acerquen personas con un bonche de 200 páginas y me digan simpáticamente, “dame una opinión de mi novela”, así, ¡gratis, por supuesto!, o que me pregunten con cierto aire de asombro e indignación “¿cobras?” Nadie le pregunta eso a un médico o a un abogado, ni a la señora que vende gorditas: sus trabajos son reales y tangibles.

No faltan aquellos que me amenazan con que ya registraron su maravillosa obra y ¡ay de aquel que ose plagiarla! En mi experiencia, esta desconfianza suele ser inversamente proporcional al talento del escritor en ciernes.


Pienso que los correctores virtuales no sustituyen el ojo de un buen editor, aunque éste no deja de ser humano y de vez en cuando se le va de polizón algún ripio.


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