A
mediados del siglo pasado, en “El laberinto de la soledad” Octavio Paz afirmó
que nuestro país se encontraba en su adolescencia y, por lo tanto, se asombraba
de “ser”. Dice: “Es cierto que apenas nacemos nos sentimos solos; pero niños y
adultos pueden trascender su soledad y olvidarse de sí mismos a través de juego
o trabajo. En cambio, el adolescente, vacilante entre la infancia y la
juventud, queda suspenso un instante ante la infinita riqueza del mundo”.
Paz
nos da la imagen de una historia que no es lineal, sino una suerte de capas
superpuestas, donde la más reciente aplasta a la anterior, que queda en ruinas,
como la mítica Troya cuyos restos revelaron que la ciudad había sido
reconstruida sobre sí misma una y otra vez.
La
dicotomía nos ha marcado. La conquista cortó de tajo un mundo forjado, hasta
ese momento, de un modo radicalmente distinto al europeo. Miguel León-Portilla,
máxima autoridad en la investigación sobre el pensamiento y la literatura
náhuatl, sostiene que Mesoamérica fue una civilización originaria, al igual que
Mesopotamia: tuvo una evolución propia y una configuración mental única. Pensemos,
por ejemplo, en los libros mesoamericanos, donde imagen y canto se amalgamaban,
por completo diferentes al formato de los libros que traían los frailes.
Pero
es un desacierto ver el nuestro como un país unificado cuando los españoles
llegaron. A lo largo y ancho del territorio hervían las guerras, las diferencias, las tensiones y fue,
precisamente, esta división política de los pueblos originarios lo que permitió
a los extranjeros sojuzgarlos. ¡Otra sería la historia si tlaxcaltecas y
mexicas se hubieran puesto de acuerdo!
Cuando,
desde el orbe globalizado y posmoderno, se intenta juzgar la figura del indígena
se hace, o desde un mítico pasado glorioso o desde su condición actual de
marginación y pobreza. Rara vez se observa la médula de su verdadera esencia. Se pretende, con buenas intenciones, “integrarlo” a la
vanguardia desconociendo el peso histórico y cultural que lo sostiene como si
éste fuera un lastre que no le permitiera ser como los demás (o sea, como el
mestizo y el blanco promedios, ya bien agarrados del tren tecnológico) o bien,
“preservar” su cultura manteniéndolos marginados para que no abandonen su
lengua y sus costumbres. Gran error. La miseria y la marginación no son “parte”
de la cultura de los indígenas. Ellos no eligieron vivir en sierras escarpadas
o en medio de los montes, ni estar alejados de la tecnología: recordemos que
Tenochtitlan tenía un sofisticado sistema de drenaje que ya hubieran querido
sus conquistadores.
Comencemos
por no pensar en “los indígenas” como una sola masa uniforme; entre la lengua
de un otomí y de un nahua, por ejemplo, hay tantas diferencias como entre la de
un español y la de un ruso. México es un país multicultural, con alrededor de 70
lenguas distintas, y no habrá una auténtica integración hasta que no apreciemos
esta diversidad, sin posturas extremistas, para que cada pueblo elija su
destino. Tal vez así, logremos superar la adolescencia.
Imagen: Roberto Montenegro.
Has dado una excelente disertacion de comunicación intercultural. Saludos
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