Amo
a los gatos. Son independientes, amorosos, limpios, honestos y fieles. Sí, esta
última cualidad se les ha atribuido casi exclusivamente a los perros, pero los
gatos –quienes de veras los conocen, lo saben– son fieles a lo que aman: a su
tejado tibio, a su rincón lleno de sol, a su frazada caliente, al regazo de su
humano favorito. El día que dejan de sentirse amados, si encuentran una ventana
más amplia o unos brazos más acogedores, o simplemente sienten el llamado de
otros horizontes no dudarán en marcharse.
Esto
ha dado en interpretarse como “egoísmo” de parte de los felinos. ¿No serán más
egoístas esas personas que pretenden retenerlos con la justificación de “yo le
he dado todo”? ¿Qué es “todo”?, ¿por qué asumimos que tenemos la medida exacta
de lo que el otro necesita?, ¿no nos pasa esto también con nuestras parejas,
amigos, hijos?
Desde
mi niñez he encontrado en los gatos a los compañeros ideales. Silenciosos y
dulces, han abrazado mis soledades. Recuerdo a Foris, negro y con un ruedo de
pelambre blanco alrededor del cuello, a mis 12 años me hizo creer que era el
mismo Plutón de aquel famoso cuento de Poe –especialmente cuando llegó a casa
con un ojo menos–; también recuerdo a Felix, gordo, perezoso y peludo, eternamente
echado sobre un sofá, ¡un encanto!
Nunca
me he repuesto de las pérdidas, especialmente cuando han sido violentas. No sé
por qué los gatos tienen, a menudo, muertes trágicas. Es que se la pasan
caminando al filo del peligro, es que viven tan aceleradamente, es que son tan
bellos que no pueden resistir demasiado tiempo en este mundo. Yo digo que
quien, con saña e intención, le hace daño a un gato debería ser juzgado ante un
tribunal.
Han
pasado más de veinticinco años desde aquella noche en que llevé a Lechitas a mi
recámara, dentro de una caja, con la pata vendada –no supe qué le había pasado–
y aún se me estruja el alma cuando me veo sacudiéndolo, con una taza de leche
en una mano, y él no responde. Se dice que esas experiencias tempranas con los
animales preparan a los niños para aceptar el duelo. Nadie le diría semejante
cosa a quien ha perdido a un hermano: que es una preparación para las pérdidas
adultas. Ante ese dolor uno se queda callado.
El
amor, el amor auténtico, no tiene especie. Y quienes tenemos el privilegio de
haber sido amados por un gato, lo entendemos.
Imagen: Arrullo, mvg
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