Desde que Eisenberg, el psiquiatra que descubrió el
Trastorno por Déficit de Atención con Hiperactividad, confesó que éste es un
mero invento para vender pastillas, una gran polémica se ha suscitado. Muchos
padres de familia se quejan de “haber caído en la trampa”, sin embargo, miles
de psicólogos continúan diagnosticándolo y los laboratorios siguen vendiendo la
pastillita mágica que convierte a esos chiquillos rebeldes y sobrecargados de
energía en dóciles corderitos que sacan buenas notas en la escuela.
Pero, si no es real, ¿qué pasa en la mente de esos niños
que parecen traer turbinas integradas? A mi hijo mayor le dieron este
diagnóstico cuando tenía tres años y, aunque decidí no administrarle
medicamentos, di por válido que su cerebro no iba al mismo ritmo que el de la
mayoría de los chicos de su edad. Cualquiera que conviva diariamente con un
niño de esta naturaleza sabrá que hay “algo”.
Si Eisenberg dice que el TDAH no existe, tal vez tenga
razón, en el sentido de que éste sigue siendo un nombre "comodín"
para englobar una serie de circunstancias neurológicas y conductuales que ni
psiquiatras ni neurólogos entienden cabalmente (esto no es nuevo en la ciencia,
recordemos a los físicos, Newton, con todo y su teoría, jamás supo decir qué
rayos es la gravedad). Tanto la neurología como ciertos estudios del genoma
humano dan indicadores de que sí existe un patrón orgánico que hace ir a los neurotransmisores
a un ritmo distinto, haciendo difícil centrar la atención y controlar los
impulsos.
Lo cierto es que, como todos los llamados trastornos de la
conducta, éste presenta un cuadro especial en cada sujeto; por supuesto se retroalimenta (mas
no nace) con el ambiente. Me inclino a creer que este síndrome ha sido
sobrediagnosticado. A mi punto de vista el diagnóstico no sólo debe incluir la observación sino la
aplicación de una batería completa de test psicométricos orientados a la
neuropsicología.
Lo que debe hacerse a la luz de este siglo, es retomar los
estudios acerca de esta situación, revalorarla, crear una clasificación más
sensata y acaso buscar un nombre más apropiado.
Pensemos que hace tiempo al retraso mental se le llamaba
"idiotismo". Imaginemos que el autor de esta denominación pudo decir
al morir que el idiotismo no existe, las personas con un coeficiente menor a
cierto percentil no son idiotas, sólo aprenden de un modo distinto y con más
limitantes que otras; el nombre de "psicosis maniaco-depresiva"
cambió a "trastorno bipolar del humor" y ahora se propone llamarlo
“trastorno de desregulación emocional”; antes la homosexualidad aparecía en los
tratados de psiquiatría y actualmente se considera una definición distinta de
las preferencias (claro, muchos siguen poniendo el estigma en la frente).
Yo soy una de las personas más interesadas en que no se
someta a los niños a patrones "normales", sino que se busque
entenderlos y descubrir su singularidad. Sí, definitivamente hay “algo” en
estos chicos, que bien podría ser el motor que impulse nuevas maneras de
entender el mundo.
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