Literatura & Psicología

25.11.09

por una nueva Revolución

Publicado en La Razón. Tampico, Tamaulipas. Martes 24 de noviembre de 2009.

Se dice que hace mucho tiempo, en una reunión de líderes prehispánicos, el caudillo Cuextéclatl bebió más de la cuenta de aquella deliciosa bebida obsequiada por la diosa mayahuel, el pulque; empujado por la embriaguez, se quitó el “maxtle” o taparrabos, dejando al descubierto sus vergüenzas. Cuando tomó conciencia de sus actos echó a correr y fueron siguiéndole aquellos que hablaban su misma lengua. Estos hombres serían llamados cuextecos o huastecos. No se detuvieron hasta llegar al Pánuco. Y allí se establecieron.

Esta leyenda es un reflejo del espíritu huasteco, de su relación con la fertilidad (representada por rituales fálicos, de ahí el símbolo de la desnudez). Uno necesita explicaciones mágicas del pasado. Héroes. Caudillos. Chamanes. Dolorosos mártires o bien, personajes radicales que sean capaces de contravenir lo establecido. Un nombre que nos defina, dé significado a nuestra raíz y nos abastezca de promesas. En todo caso nos damos a la tarea de imaginar el ayer. Lo recreamos a través de una lectura interior donde la realidad y el mito se conjugan. ¿Y no ofrece nuestro Estado Mexicano múltiples vertientes para la imaginación?

La Huasteca llegaría a ser tributaria de los mexicas: ellos también contarían su leyenda, se diría que venían de Aztlán, que seguían un designio, un águila y una serpiente. Los conquistadores llegarían desde el viejo continente con su particular bagaje de dioses y mitos: su propia versión de la Historia. Todos sabemos como Tonantzin se mezcla con María para dar a luz a (nuestra) Guadalupe. Después de tres siglos de un régimen guiado por la ortodoxia religiosa el levantamiento dirigido por Hidalgo finalmente culmina en nuestra Independencia: se habían tomado ideales prestados de otros países y hacía falta un sustento intelectual adecuado a las necesidades de la recién emancipada nación (¿será que ya lo tenemos?). Luego, el establecimiento (¡sí!) de las Leyes de Reforma, que separan a la Iglesia del Estado (¿las conocerán aquellos que en las elecciones federales ondean un estandarte guadalupano en medio de las urnas?)

Pensemos en la palabra Revolución. A principios del siglo XX se ensayan diversas definiciones. “La Revolución es la Revolución” señala Luis Cabrera. El asesinato de Madero en 1913 le da nuevas dimensiones al movimiento iniciado tres años atrás. “La Revolución es la reconstrucción de México” dirá Carranza. A un año de distancia del Congreso Constituyente de 1917, el antropólogo Manuel Gamio aboga por que la población indígena –y todas sus expresiones culturales– se incorporare al concepto de Identidad Nacional. Son épocas fértiles para los sentimientos nacionalistas.
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Ahora, un siglo después del inicio de la Revolución Mexicana, nuestros niños se cuelgan carrilleras de cartón y entonan corridos. El próximo año celebraremos el centenario con serpentinas y confeti, pero ¿se habrán gestado en nuestra sociedad los cambios que pueden sustituir el panorama de pobreza y marginación por otro más esperanzador? ¿No hemos visto, acaso, líderes seducidos por la embriaguez (de poder y de dinero) que ya ni siquiera sienten la pena suficiente para correr? ¿Son nuestros actuales dirigentes verdaderos revolucionarios?
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