Literatura & Psicología

19.8.19

Las huellas de la violencia después de un vínculo traumático


Cuando se ha vivido dentro de una relación violenta la vida no vuelve a la normalidad al acabarse este vínculo, así, de un día para otro. No. Dependiendo de muchos factores –entre ellos la gravedad de los hechos, el tiempo que duró la relación, los recursos internos de la persona agredida, las redes de apoyo– tendrán que pasar meses o años para que el tejido de la realidad se normalice por completo. Esto en el mejor de los casos, en no pocas ocasiones la paz no se recupera, las pesadillas no se acaban y en el cuerpo queda un recordatorio perenne de la agresión. 

A veces el saldo de una relación violenta es demasiado grande, se ha perdido literalmente todo. Me enfocaré en la agresión que sufrimos las mujeres, no porque los varones no puedan ser violentados, pero ustedes y yo estaremos de acuerdo en que la sociedad no agrede de manera sistemática y normalizada a los hombres, por ser hombres, cuestión que sí ha sucedido históricamente con nuestro género. Las estadísticas nos informan que en México “una de cada dos mujeres asesinadas muere en su hogar, mientras que en hombres es uno de cada cinco. También hay mayor varianza en cuanto a su edad. Mientras que los hombres asesinados se concentran entre los 15 y 44 años, entre las mujeres hay una mayor proporción de víctimas de 0 a 14 años y de 65 años o más” (Como se cuentan los feminicidios en México).

Es muy frecuente que en los casos de feminicidio el agresor haya tenido antes un vínculo sentimental o de confianza con la víctima. En otras ocasiones es por completo “circunstancial”, no había vínculo, solo la “mala suerte” de haber nacido con vagina y estar “en el lugar incorrecto”. ¿Bajo qué lógica una muchacha que se quedó dormida en el asiento trasero de un auto, por haber bebido alcohol, merece ser violada y asesinada con crueldad? 

Me centraré en los casos en que una mujer ha estado expuesta a la violencia cotidiana, psicológica y/o física, durante un periodo prolongado en un vínculo sentimental. Sus rutas de pensamiento se han adaptado, para sobrevivir, a las creencias y códigos del abusador y ella ha aprendido a vivir en un estado permanente de alerta. Pintemos el mejor de los panoramas posibles, donde el agresor deja de estar presente y ella puede ir lentamente recuperando su vida. ¿Cómo puede estar segura de que él no regresará? Si presentó denuncias por agresión es probable que estas simplemente se archiven y, a veces, el acusado ni siquiera se presente a declarar. Así queda viviendo junto a ella un fantasma, una soga invisible alrededor de su cuello que constantemente le amenaza con apretarse. Y si hay hijos de por medio, tanto peor la angustia. 

Hasta ahora se ha mantenido en los juzgados esa suposición irracional e incoherente de que un hombre que es agresor con la pareja puede ser al unísono un buen padre, como si se pudiera separar a Mr Hyde del doctor Jekyll, así, en aras del “interés superior del menor” más bien se avala el interés superior del agresor, quien muchas veces usará al hijo como medio para seguir teniendo poder sobre la mujer. 

No se considera en los juzgados que el niño o la niña, incluso si no ha sido blanco directo de la agresión, ha sido víctima de violencia vicaria y, por tanto, puede llegar a presentar los signos de estrés postraumático: ha estado viendo la película de horror sistemáticamente. Pregúntate tú, si cuando vas al cine tus emociones son esencialmente distintas de las que tienes en una circunstancia mundana. Cuando estamos viendo al asesino perseguir a la protagonista en la pantalla lo que nos salva la cordura es la conciencia de que la película acabará y volveremos al mundo real. Cuando hay violencia doméstica el niño testigo está siendo expuesto a la misma película, que no acaba, y él está dentro del escenario. La revinculación con el padre agresor es un tema complejo que requiere un ensayo meditado, por ahora me basta decir que no se debería hacer a la ligera, se da por hecho que las visitas vigiladas salvaguardan la integridad del menor, midiéndose el “nivel de peligrosidad” del padre de acuerdo a la agresión física visible, soslayándose lo destructiva que puede ser la violencia psicológica, especialmente cuando ha estado encubierta (¿cómo te defiendes de algo que no se ve ni se puede explicar?). Y eso sin meternos a fondo con perfiles psicopáticos, que son los maestros del disfraz y aplastan el Yo de los hijos desde la raíz aun sin tocarles un pelo de la cabeza. 

Volvamos a la mujer que después de un arduo proceso emocional ha logrado, por fin, dejar a su agresor o, quizá, ha salido huyendo del vínculo porque peligraba su vida o la de sus hijos. No es infrecuente el caso en el que a pesar del daño recibido sigue sintiendo apego. Un apego que nadie logra comprender, mucho menos ella misma, y que la hace sentirse culpable, cosa que familiares y vecinos le reafirman: está ahí “por gusto” o “por pendeja”. Debe enfrentarse, pues, al juicio moral. No se le ve como a una persona cuya química cerebral –sus receptores de dopamina, oxitocina, norepinefrina– está alterada igual que ocurre en cualquier proceso adictivo, que tiene menoscabada su autoestima y deteriorada la percepción de la realidad. 

El juicio moral va no solo por la relación que ha tenido sino sobre cómo afronta la separación. Si lo hace con dudas, que por qué no es más firme, que por qué no lo deja de una vez y ya, que entonces se merece lo que le pasa; si, por el contrario, hace acopio de fuerza y sigue su vida lo más normal posible, que por qué parece como que no está tan traumada, que a lo mejor no fue tan grave como dice, que a lo mejor se lo está inventando. Total, siempre pierde. 

Para defenderse de una realidad tan dolorosa la mente recurre a varios mecanismos como la represión o el bloqueo emocional. En el caso de que haya un apego fuerte hacia el agresor, durante el primer mes de la separación se tendrá un auténtico síndrome de abstinencia –recordemos que este apego no obedece a ninguna lógica–, entonces ella tendrá que apelar a su lucidez mental para mantenerse firme en su elección de dejarlo. En esto ayuda mucho tener redes de apoyo y un acompañamiento terapéutico. Aun si ya no hay un apego sentimental, el primer mes suele ser especialmente difícil, ella se sentirá presa del miedo a que el daño regrese, de que esa pequeña calma que se está empezando a construir le sea arrebatada de golpe. A su cerebro le cuesta creer todavía todo lo que ha pasado.

Quizá se desarrolle el Trastorno por Estrés postraumático que la hace reexperimentar los eventos violentos y afecta su funcionalidad. Es posible que en medio año o menos los síntomas ya hayan remitido, pero aun en las mujeres más resilientes quedarán aristas que tardarán en sanar. Algunas veces los síntomas no se manifestarán de inmediato, sino algunos meses después de los eventos traumáticos, y otras veces se volverán crónicos para derivar en lo que la psiquiatra Judith Herman denominó Trastorno por Estrés Postraumático Complejo. 

A muchas de las mujeres que han salido de una relación violenta les resultará extraña la ternura. En especial si antes de este vínculo traumático tuvieron otros, más si fue desde la infancia. Cuando empiezan a hacer el trabajo de poner atención sobre sí mismas y autocuidarse, se descubren sorprendidas ante los gestos de empatía o de amor. No saben descifrar lo que hay detrás de un saludo, de un abrazo, de una simple palabra, están tan desacostumbradas a que alguien las escuche, las valore, las cuide. Han interiorizado la violencia a tal grado que a veces se resisten a ser tratadas de otra forma. Que a veces se han vuelto iracundas. Que a veces se les ha congelado el humor y han olvidado cómo abrazar a los hijos, a las hermanas, a sí mismas. Descubrirán a menudo la voz del agresor en su cabeza y se pillarán repitiendo sus frases, siguiendo sus códigos, haciendo sus rituales en una lealtad silenciosa. Y tendrán miedo de hablar sobre esto porque quedarían como “locas”. Ni siquiera logran explicar cómo es que no disfrutan de las cosas más simples o por qué a veces todavía alimentan la fantasía de una vida juntos en la que él se arrepiente, cambia, se hace “bueno” o por qué se intentan convencer a sí mismas de que ellas no son “inadecuadas”, como si cada pequeño evento cotidiano les confirmara algo malo de sí mismas. Luego, cuando sientan que su vida se ha recuperado en buena medida, de repente, una madrugada despertarán bañadas en llanto con una sensación de angustia inexplicable.

Todo esto que he descrito será “en el mejor de los casos”, cuando el agresor ya no está físicamente, pero muchas de estas mujeres no logran deshacerse del vínculo, o lo deshacen y rehacen una y otra vez. O lo intentan romper y el violentador en su frustración por no poder controlarlas más les arrebata la vida. Otras veces “las deja ir”, pero procura seguirlas jodiendo a distancia. 

Si una mujer es sobreviviente de un vínculo traumático, un acompañamiento, los grupos de apoyo, las lecturas orientadas al autocuidado, serán de mucha ayuda en su proceso de liberación emocional. En cualquier caso este proceso es como una espiral que a ratos asciende y a ratos retrocede, hay que tenernos paciencia. Las huellas de la violencia son difíciles de erradicar. A menudo harán falta años para reconstruir la persona, el alma y la dignidad humana.


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