Literatura & Psicología

10.8.19

Hay días en que pierdo mi tristeza

De lo ordinario, el amor y la memoria

Hay días en que pierdo mi tristeza, no me refiero a los días en que ella no está conmigo, sino a esos otros, cuando la empujo debajo de la cama o del sofá, como cuando una barre apresuradamente porque vienen visitas. Y es que a veces hay una niña llorando en la habitación porque no encuentra sus zapatos de bailarina y tengo que ir, presta, a ver si juntas los hallamos; y es que a veces hay un niño que sueña con ser hombre y me pregunta si nuestra especie va a sobrevivir un 10% de lo que estuvieron los dinosaurios sobre la Tierra; y es que a veces hay una sirena que abandonó su castillo rodeado de tritones y, aunque es feliz conmigo, extraña las profundidades del mar; y es que a veces llega el casero a recordarme que el calendario dio, ya, una vuelta completa; y es que a veces los libros se acumulan en el umbral, con sus cientos de hojas manchadas de tinta. Y entre todo ello la tristeza se me pierde, se me olvida dónde la he puesto, pero sé que sigue aquí, en algún lugar de la casa, a un ladito de mis costillas o arriba de la estufa que se yergue a media cocina como un monumento a mi torpeza culinaria. Y como no le pongo atención a la tristeza, esta se vuelve una masa pegajosa que va desprendiendo poco a poco un vapor gris. Porque ella necesita ser vista, ser reconocida, ser abrazada. Solo así podrá salir de mi casa y dejar espacio, de nuevo, para la alegría. La alegría, digo, no la dictadura de la felicidad. Porque en este mundo donde nos obligan a sonreír, donde la tristeza es la peste de la que nadie se quiere contagiar, es la habitante vergonzosa a la que debemos esconder entre los cacharros cuando nos viene a ver el publicista, el vecino, el mercadólogo, el estilista, estar triste es traicionar los buenos principios de la gente educada. Y luego cuando una la encuentra, por fin, agazapada como un animal en la esquina polvorienta del clóset, viene la parte más difícil de la convivencia con ella: tocarla sin dejar que nos devore –es comprensible su hambre, la hemos dejado ahí por horas, tal vez años–; mirarla a los ojos sin perdernos en sus pupilas hondas, que sin duda querrán succionarnos; decirle que siempre habrá un lugar para sus gritos, pero vencer la tentación de ofrecerle un espacio en nuestra cama. Y luego soltarla. Porque ella, en realidad, solo está aquí para decirnos algo acerca de los huesos rotos o sobre las tumbas que se quedaron abiertas en la infancia, algo que el gozo no podría decirnos jamás.


No hay comentarios:

Publicar un comentario