Literatura & Psicología

8.1.18

Córtale la garganta al tiempo

(y debajo de esa tierra está el poeta)

I

Se me olvida que a los funerales se traen flores. No pienso en nada al abrir la puerta, aunque puedo jurar que oigo su voz como en aquella ocasión, en el café Flamingo, en punto de las seis, seguramente eran las seis, ¿a qué otra hora ocurren los encuentros que han de taladrar la memoria quince o diecisiete años después? No andes pensando eso, me dijo, sobre mis ideas suicidas, curiosamente él me habló por primera vez acerca de Plath y de Pizarnik, algo de que por allí iba mi vena o que se las recordaba o que me gustarían. Lo que haya dicho, tenía razón. Yo estaba dialogando con el hombre de la fotografía. Eran poemas sobre gatos en mis manos, era la gata sobre el tejado caliente. La gata que seguiría corriendo como un fantasma entre los tejados de nuestro cráneo.

II

Por un instante tengo la sensación de que es sábado, uno de tantos en que Ana Elena nos recibe. Pienso que todos estaremos allí con ese humor ácido capaz de perforar paredes y huesos. ¿Hace cuántos años, Juan Jesús, que pasó aquello? Como habrías dicho tú, allá por dos mil nunca.

En la acera veo a Evaristo y venciendo el miedo que ahora siento, un miedo vago e impreciso hacia la gente, hacia mi propia fobia, le abrazo y digo algo que, bien sé, no sirve para nada; uno no debería decir nada ante la muerte. Uno debería permanecer callado mordiéndose la lengua hasta que esta se divida, viperina, infinita, torpe. Veo también a su hermano. Digo algo todavía más inservible. Y me callo porque ya no conozco a nadie. (Ni a mí).

III

No hay argonautas en este océano, no sé cuál es la dirección de cada paso (que doy), he perdido la dimensión enfrente-atrás-arriba, cada movimiento ahora es Descenso, abajo, más hondo, abajo, oscuro, abajo.
¿Está bien llorar? 
¿En qué silla o andén se sientan los que no tienen rostro? 
¿Está bien asomarme al féretro? 
Pienso en mi abuela y en sus brazos rígidos, el velo helado de su piel, sus ojos en blanco y el sonido de la boca que se va extinguiendo igual que una flama. ¿Será que con cada nueva muerte volvemos a vivir todas las muertes anteriores?, ¿será que el espacio en que la muerte ocurre es uno mismo, fuera de la ilusión del tiempo? Acaso el tiempo sea esa silueta fantasmal que se esfuma en la pantalla de un televisor de bulbos.

IV

Veraguerra, giro la cabeza y veo a Gastón. Me aferro a él como a una nave que ha de llevarme a un lugar donde no hay memoria. A veces la memoria es un oficio inútil. Veo también a su esposa, la saludo con una especie de pena, no sé. Este contacto me hace sentir de nueva cuenta humana. He comenzado a escribir estas líneas, quizá surja un poema, sería lo más digno; las musas se están vengando por tantas veces que me he burlado del mito de la hoja en blanco.

V

La tierra no tiene olor. La tierra a la que tantas veces he cantado está reducida a una mancha que se extiende sobre el concreto, igual que un animal antiguo y raro. La sombra de la tierra es este animal inmóvil. Ni siquiera es negro. Hace apenas unos minutos Gastón hablaba de la imprenta y su olor a tinta, de esa sensación ante un libro a punto de nacer. De su travesía en las cantinas con Juan Jesús y el padre Salas. De Yapur, que tiene cuatro años muerto, y aquella vez que destruyó su propio mural. Era muy arrebatado. Yo me asomo por las rendijas de esos recuerdos que no me pertenecen, que nada dicen de mí y (sin embargo).

Mañana estaré diciéndole a Daniel que me he vuelto más nihilista con los años, que a veces el amor es tan intenso que parece un rencor, que la balanza en el umbral de la noche se inclina a favor del apego, de lo poético, lo vivido para bien (Ibídem clama el aprendiz). ¿Dónde estaremos en quince años más? Eso no importa. (Todavía). 
(Tal vez nunca).

La tierra sin olor cae sobre la caja cerrada del tiempo. Y debajo de esa tierra está el poeta. Y adentro del poeta las palabras sus laberintos quiero morir escribiendo: dijo cierta noche soterrada / qué forma tan jodona de morir / escribiendo / hasta el último momento / así sea.

VI

Sobre la arena del mar sin fondo, donde Percy B. Selley vio que los años eran olas, vino la bestia de seis cabezas que luego fueron degolladas. No hubo un héroe que cortara los cuellos. La criatura se inmoló a sí misma como es natural en los animales fantásticos que no son ni cormoranes ni cancerberos. 

Hace una década que no andaba sola por el puerto. Y veo las huellas de la extinta bestia. (La referencia es solo para iniciados). Tú lo sabías. ¡Joder! Quiero decir una maldición, pero me contengo. No es como en aquel invierno aunque las calles me engañen, me seduzcan a guisa de sirenas, me quieran convencer de que está amaneciendo cuando es ocaso. 

Brindo por ti, Poeta, por tus abrazos, tus sonetos, tus signos de interrogación, tu feracidad, tu trópico de cáncer o de capricornio, tu séptimo texto, tu trova, tus botines viajeros, tu flor del obelisco al estilo rulfiano, canto y asombro. Brindo por ti y rompo la copa en mi muñeca.

Lo lamento. (He usado las mismas metáforas tantas veces que ya no tengo lenguaje).
Frente a la mesa donde he comido alguien me bendice.

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