Escrito para la presentación del libro Filtraluz (La Regia Cartonera, 2014), de Betty Galaviz
Pienso
en una mujer. Una mujer que escribe. Hace cuentos mientras su hija pequeña toma
la siesta. Sueña con, algún día, lograr una gran novela. Sus relatos hablan
sobre cosas cotidianas, por ejemplo, sobre la vida de otras mujeres.
Sus
personajes exploran la condición humana –¿y qué otra cosa puede explorarse a
través del arte?
Ella
es algo tímida, vive en una granja y es ama de casa.
Se
llama Alice Munro.
¿Quién
reconoce a un premio Nobel cuando se trata de su vecina?
Me ha
venido a la mente esta escena, ahora, quizá porque estoy a punto de hablar
sobre otra mujer que también escribe relatos. Una mujer sencilla, de esas que
se recluyen algunas veces en el silencio acaso porque les intimida el eco de su
propia voz, acaso porque alguien les había dicho que esa voz debe estar así,
guardada entre camisas limpias y edredones de lana.
Ella
usa un nombre muy breve, con un sonido dulce, de aquellos que a veces nos
evocan algo de la infancia, la protagonista de alguna historieta, el nombre de cierta
vecinita o de nuestra maestra de primaria; un nombre como de fantasía: Betty.
¿Quién
es Betty? Responderé, es una mujer con una sonrisa afable, una voz delicada y
una pluma muy ágil.
Betty
Galaviz, así firma éste que es su primer libro de cuentos, publicado por La
Regia Cartonera, una editorial independiente que le da el pretexto perfecto
para mostrar uno de sus talentos alterno a la escritura: transformar un poco de
papel, cartón y colores en imágenes de ensueño.
La
brevedad es el sello de esta autora en los 10 cuentos del libro Filtraluz. La brevedad que surge de
quien tiene mucho qué decirnos y se apresura en cada tarea para que no se le
agote el tiempo.
Relato
a relato, los diálogos corren vertiginosos. Los escenarios apenas se describen
porque, en realidad, pueden ser cualquier lugar, mi casa, la tuya, la de
enfrente. Por aquí y por allá, entre las líneas nos percatamos que habla de
Monterrey, aunque las tragedias cotidianas que nos narra pueden ocurrir en
cualquier parte de México.
Porque,
¿no habrán caído ustedes en la tentación de creer que las personas dulces
escriben sólo historias rosas? No, no es éste el caso de Betty Galaviz. Ella es
el ejemplo de que la dulzura puede emerger desde un espíritu herido. Hay que
estar herido para escribir así, para captar esos holocaustos domésticos en toda
su dimensión existencial.
Debajo
de esos episodios terribles que escuchamos a diario, sobre estudiantes
desaparecidos y madres que buscan desesperadamente justicia para sus hijas, hay
otras tragedias, invisibles, como fantasmas que sólo pueden ver aquellos a
quienes se les aparecen. Tragedias que duran una noche de apagones, los cinco
minutos en que un taxi cambia de lugar o lo que tarda en eyacular un
pretendiente desconsiderado. Los abismos particulares que se abren a nuestros
pies y que amenazan con tragarnos, derivados del clima de horror que circunda
nuestro país o de los simples vicios humanos.
Por
el cuento “Filtraluz”, el que le da nombre al volumen narrativo, deambula aquel
ángel del absurdo del que hablaba Poe: el
genio que preside sobre los contretemps de
la humanidad, cuya misión consiste en provocar los accidentes singulares que
asombran continuamente a los escépticos.
Si
algo distingue a estos 10 relatos –me atrevo a afirmar–, es un rayo de luz ora
transparente, ora coloreado por la ironía, que se filtra por un resquicio entre
las letras. La narradora no nos dice si hay algo después de la muerte, pero
nos hace ver que ésta no será del todo
real mientras la memoria esté encendida; no nos promete que las parejas serán
felices para siempre, pero sí que pueden acompañarse en medio del caos; no nos
asegura que las mujeres enamoradas tendrán un sexo fabuloso, pero al menos
evitarán que se las lleve el tren.
¿Quién
es, entonces, Betty Galaviz?
Ella
misma se asombra ante su espejo, ¿de qué
útero perdido escapé?, se ha preguntado en un poema, ¡ah!, porque Betty
también es poeta y, a mi gusto podría ser dramaturga.
Yo
diría, es una mujer que escribe. Seguramente
hija de las cortezas, me responde ella desde un verso. Escribir es escapar
de su aislamiento, es abrirse las ropas, descalzarse, descubrirse el pecho y
decir aquí estoy.
Cuando
le pregunto en qué momento comenzó su trayectoria formal en las letras, me contesta
“ya muy grande”, y ¿qué es muy grande? Betty dice “39”, la edad a la que
asistió a su primer taller literario. Sin embargo llevaba una vida leyendo,
leyendo mucho, leyendo con la pasión de quienes no conocen lo trivial porque
para ellos todo tiene significado.
Ella
–su gusto por narrar– me ha recordado la postura de la Nobel canadiense, de que
la vida de cada persona contiene elementos que pueden volverse literatura.
“Todos
tenemos algo qué contar” dice Munro, no, ya, aquella que criaba hijas pequeñas
sino la que ha crecido y madurado. Nunca, según sus palabras, llegó la gran
novela que esperaba. No sé si esperaba el premio de la Academia Sueca. Hay
quienes, como Betty, no esperan demasiado, sólo tocar el corazón del lector.
Imágenes: portadas del libro Filtraluz hechas por Betty Galaviz.
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