Disertaciones en torno al canon femenino en
México
Existe en un museo inglés, protegido en una caja
de cristal, un antiquísimo objeto de barro cocido cubierto con huellas de
pájaro, o eso parecen unas curiosas raspaduras en su superficie[1].
En realidad representa el origen de la cosa más extraordinaria inventada por el
ser humano: la escritura. Se trata del prisma de Weld-Blundell. No fue un ave
sino un escriba quien estampó estos signos, en Babilonia, alrededor de 1800
a.C. Este escriba, con casi total seguridad –según los estudiosos–, era un
hombre.
Pero la figura femenina no estaba desdeñada
dentro del contexto de la civilización mesopotámica. En el santuario de Unug
–más tarde llamada Uruk–, la primera ciudad verdadera del mundo, se veneraba a
la gran diosa, cuyos orígenes se remontan a la Edad de Piedra, en una de las
tres expresiones de la feminidad divina: virgen, madre y prostituta.[2]
Llamada Inanna, se realzaba su promiscuidad. Una libido exacerbada era
necesaria para mantener a la población en una época con elevada tasa de
mortalidad, por lo que el sexo era inherente a la idea del progreso.
Qué lejano parece este razonamiento del acuñado
por la Ilustración, de donde los intelectuales mexicanos del siglo XIX se
inspiraron para crear revistas de literatura dedicadas a la otra mitad de la
sociedad –o sea, el bello sexo–, a
fin de educar a la mujer ideal en la que destacaba, como elemento civilizador,
la virtud. Así nacieron, por ejemplo, las revistas Panorama de las señoritas mexicanas y Presente amistoso, entre otras.
La participación de las plumas femeninas era
bastante parca, aunque ya, desde 1805, se había registrado el primer texto
firmado por una mujer en el Diario de
México.[3] Sin embargo, éstas
encontraron otros caminos de expresión como las cartas al editor en
publicaciones periódicas, las relaciones epistolares y las lecturas en
tertulias.
Durante la época colonial no habían sido raras
las mujeres impresoras; en la Nueva España las imprentas eran negocios
familiares, aunque normalmente en los créditos ellas aparecían como “viuda de”
o “esposa de”; sólo algunas cuantas ponían su nombre de pila.[4]
Fue durante las últimas tres décadas del siglo XIX cuando surgieron revistas
escritas y dirigidas por mujeres y, podríamos decir, se insertó la simbología
femenina en el canon literario imperante. De allí se dio lo que yo llamaría un
salto cuántico a la década de los noventa del siglo XX, cuando se volvió mucho más
significativa su participación.
Nadie negará el desequilibrio existente entre
plumas de escritores y de escritoras que figuran en los premios literarios y
publicaciones. Entre 1901 y 2013, de 110 ganadores del Nobel de literatura, 97
son hombres y 13 mujeres. Seamos optimistas, antes pasaban décadas entre un
nombre femenino y otro, ahora, tan sólo en los últimos 10 años ha habido 4
ganadoras de esta presea.
Escribir es un acto que transgrede, en sí, al
presente; ninguna otra bestia lo hace. Sólo el animal humano ha logrado expandir
su memoria a un grado colosal, que le permite dar saltos entre las épocas y
aprender en una sola generación lo que, de otra manera, tardaría siglos o nunca
llegaría. Ahora los libros son nuestra mente y hacen posible lo que llamamos
progreso.
El día en que se gestó la escritura se inventó el
futuro. ¿Será por esa creencia que sostuvo Schopenhauer, que la mujer vive
primordialmente en el presente, que se nos ha querido dejar al margen de las
tareas intelectuales? Ser dueñas de la palabra escrita implica no circunscribirnos
al instante, sino tener una visión más amplia y más profunda del mundo y, ¡qué
peligroso es que las mujeres escapemos de este presente inmediato!
II. Cuando
la Tierra dejó de ser plana
Dice el arqueólogo británico Colin Renfrew que la
cultura no tiene por qué ser vista simplemente como algo que refleja la
realidad social, sino que puede ser el proceso mediante el cual la realidad
llega a existir. Si asumimos esto, diremos que la realidad femenina está dada
por su cultura; la mujer es creada
por su entorno. Pero, ¿a qué le llamamos realidad
femenina?
En pleno siglo XXI he hallado juicios de valor en
torno a la mujer no muy alejados de aquellos que se hacían en el Panorama de las señoritas mejicanas, por
ejemplo, cuando un lector proclama que no lee novelas “escritas por mujeres” o
que si el personaje principal es Ella y no Él, no representa al género humano,
sino que es “literatura femenina”. En cierta forma, para muchas mentalidades
anacrónicas, continuamos siendo “el bello sexo” al que hay que entretener con
bisutería y que no entra en las grandes ligas intelectuales (le siguen haciendo
caso a Schopenhauer).
La
realidad no puede existir aislada de un modelo. La Tierra era plana para los antiguos porque su visión no se extendía más
allá de ciertas evidencias cotidianas. Antes de la teoría de la relatividad el
universo también era plano. Así ha
prevalecido una moral plana desde hace siglos porque los modelos de pensamiento
que nos signan el rumbo, desde Aristóteles hasta más allá de Freud, menosprecian
el intelecto femenino.
¿La
cultura, entonces, crea la realidad? Desde otro punto de vista la biología crea
a la cultura. Esa mítica guerra de los sexos no es un invento de la modernidad,
existe a escala celular desde el caldo primigenio. “En boca
del hombre –dice Simone de Beauvoir–, el epíteto de 'hembra' suena como un
insulto; sin embargo, no se avergüenza de su animalidad; se enorgullece, por el
contrario, si de él se dice: ¡Es un macho!”.
Estos
modelos se nutren de las telenovelas, la publicidad y las revistas femeninas.
Con la primera guerra mundial, que dividió radicalmente las funciones de cada
miembro de la pareja, la familia se convirtió en unidad de consumo y las
mujeres se hicieron blanco de los publicistas, quienes reforzaron en ellas los
sentimientos de inseguridad y superficialidad, lejos de la política y del
trabajo productivo.
En la
década de los 70 los tópicos tratados en revistas femeninas se alejaron del
hogar y pusieron atención a temas como el amor y la salud; un poco antes de
arribar los 80 aparecieron en México revistas dedicadas a la mujer moderna, que
trabaja fuera de casa y, por primera vez, se abordó el tema de la sexualidad.
Nuestros vecinos del norte, en los cuales México tiene arraigada una
dependencia histórica, aprovecharon muy bien el mercado para vendernos una
adaptación de sus publicaciones como Cosmopolitan.
Y, bueno, de 1992 para acá, Editorial Televisa, monopolizó el mercado editorial
en México.
Muchos
autores han considerado que las revistas femeninas son el único tipo de lectura
que las mujeres realizaremos constantemente a lo largo de toda nuestra vida
–aunque, en la práctica, solemos ser quienes más libros compramos y en las
carreras de humanidades, específicamente Letras, predominan las estudiantes
femeninas.
Así,
hemos pasado de sacerdotisa sexual a madre virtuosa y, finalmente, a objeto de
consumo.
Me parece
que hacen falta en México estudios concretos acerca de la proporción, en las
editoriales, entre libros escritos por mujeres y por varones, y su relación con
los lectores, especialmente de las últimas décadas donde la mujer ha estado
resignificando su papel en las artes. A primera vista parecería un tanto
ocioso, pues la literatura es literatura y no tiene género, sin embargo creo
necesario un enfoque sociológico y antropológico para analizar desde esta
perspectiva los modelos de pensamiento que rigen nuestra sociedad occidental. No
se trata sólo de ejercer esa manoseada palabra, “equidad”, sino de que exista mayor
apertura, por parte de los editores y de los lectores, hacia la estética
femenina.
III.
Escribir con el útero y desde el útero
Por
supuesto, biológicamente existe una naturaleza femenina, la sociedad la ha circunscrito
a la maternidad y al gregarismo, pero ha pasado por alto una cualidad inherente
a ésta: las posibilidades del lenguaje, su plasticidad para crear asociaciones
e ir por vericuetos inesperados. Los centros cerebrales asociados al lenguaje y
al oído, en el cerebro femenino, tienen un 11% más de neuronas que en el
cerebro del varón; también es de mayor tamaño su hipocampo, donde se forman las
emociones y la memoria. No hay que ser neurólogos para suponer que esto tiene implicaciones
en la capacidad de una mujer para abordar la escritura y las artes en general.
¿Hay un campo semántico propio de nuestro género
dentro de la literatura? Si la respuesta es un “sí”, valdría preguntarnos qué
tanto somos capaces de aprehenderlo. Para apreciar el universo femenino, sus
metáforas y abismos, no basta con que más mujeres estén escribiendo o
publicando; es –insisto– una cuestión de cómo nos han acostumbrado a pensar y a
interpretar la realidad. De ahí la importancia de revisar nuestros modelos. ¿Hasta
qué punto prevalecen los viejos esquemas, tanto en los editores como en los
lectores y hasta en las mismas escritoras?
Sin pretender sacar conclusiones absolutas y, a falta
de una estadística minuciosa, quiero referir algunos hallazgos.
Husmeando por la red me encontré con los 10 libros más
vendidos del Fondo de Cultura Económica; sólo uno es de una autora, los otros
nueve son obras escritas por hombres.[5] De los
títulos recomendados por esta misma casa editorial, al momento de mi consulta (marzo de 2014),
todos son de escritores varones. Me asomé en seguida a la página de Alfaguara
(México), que ofrece 47 novedades de las cuales únicamente 9 son obras escritas
por mujeres.[6]
Podría citar más y más ejemplos, la cosa no varía demasiado. Por curiosidad quise
detenerme un poco en estas nueve autoras. Dos son mexicanas, el resto de países
diversos. Siete de ellas nacidas en las décadas de los 60, 70 y 80; dos son de
los 50. La temática incluye la novela romántica o de drama y el relato
autobiográfico. Me impacta la confesión de la colombiana Piedad Bonnett en Lo que no tiene nombre: el suicidio de
su hijo. Celebro la iniciativa de la francesa Agnès Martin-Lugand, quien, tras recibir
numerosas negativas de las editoriales, decidió autoeditarse; su libro La gente feliz lee y toma café consiguió
tal éxito de ventas que pronto una gran editorial le compró los derechos.
Sin pretender valoraciones totalitarias, estos datos
me conducen a un par de reflexiones: primero, la mujer aún tiene mucho qué
decir, desde un universo que abarca temas hasta ahora considerados tabús y rodeados
de oscuridad; no es que sean “nuevos”, sino que se les revisa desde otra
perspectiva. ¿Quién no ha dicho algo sobre el suicidio? David Hume y Albert
Camus abordaron la discusión acerca del derecho a ejercerlo. Herman Hesse lo
elevó a una naturaleza. Sylvia Plath lo volvió poesía. Con todo esto, narrar la
experiencia desde el punto de vista de la madre, ofrece ángulos poco estudiados
en casi siete mil años de existencia de la escritura.
En segundo lugar, cada vez se hacen más frecuentes las
iniciativas independientes para publicar y promover la obra literaria, al
margen de los monopolios editoriales.
He
hablado un tanto de lo que los editores esperaban que las mujeres leyéramos,
pero no parece muy claro lo que esperaban que escribiéramos; de hecho, un gran
número ni siquiera lo consideró hasta la última década del siglo XX –así de
tardío– cuando la lucha constante y perseverante de las plumas femeninas dio
frutos más evidentes. Antes, sus colaboraciones en publicaciones periódicas y
libros eran más aisladas y, si se trataba de revistas, comúnmente se pretendía
que las mujeres escribieran para otras mujeres, como si no cupiéramos en la
universalidad.
Desde principios del siglo XXI ha existido un auge en
Latinoamérica de editoriales independientes, entre las que destacan las de giro
artesanal como las cartoneras, donde las publicaciones de escritores y
escritoras se equilibran más. El criterio que he escuchado en diversos editores
es que dictaminan en base a la calidad de la obra, con independencia del género
y de la trayectoria formal del autor.
Afirma Romina Cazón, quien coordina Ediciones El Humo, en San Juan del Río, Querétaro: “Definitivamente
hay una escritura femenina, la lista es grande, Sor Juana hacía lo suyo,
Pizarnik, Simone de Beauvoir, Ana María Moix; pienso en Olga Anzaldúa, Judith
Butler, la joven Sayak Valencia y todas las que escribimos con el útero y desde
el útero”.
Romina se
dedica al cuidado del texto desde 2005 y observa que es el sector masculino el
que “acapara” con mayor número de trabajos enviados a dictamen, sin embargo, de
11 libros que la editorial ha sacado –al momento de la entrevista–, uno solo es de un escritor hombre. “La obra es lo que nos importa –refiere–, el hecho de tener mujeres en la
colección es un indicador meramente casual”.
IV.
¿Qué quieren los editores?
Durante
el siglo anterior y en éste las mujeres nos hemos preguntado con insistencia
qué quieren los editores, por qué el mercado editorial tiende a ofertar
primordialmente la obra escrita por varones.
Aunque
escribo desde niña, empecé a hacerme esta pregunta iniciada mi edad adulta,
cuando ya tenía algunas publicaciones en revistas y antologías; hasta ese
momento me había dedicado a escribir y escribir como si los cánones no
existieran. Comencé mi trayectoria formal dentro de las letras hace 13 años, de
los cuales 8 he trabajado dentro del rubro de la edición, en editoriales
independientes y en proyectos particulares.[7]
Hasta ahora, entre quienes he brindado este tipo de servicio, han predominado los hombres. ¿Será que las escritoras son más
reacias a mostrar su trabajo o ha sido un hecho meramente casual? Me ha
parecido –puede ser una simple impresión– que en muchos casos la mujer le teme
más al dictamen, a la valoración de su obra, que el varón. Esto sería la
consecuencia lógica de los aleccionamientos del siglo XIX, de la inseguridad hacia
sí misma promovida por las revistas comerciales y los medios masivos de
comunicación y, claro, todo el bagaje antropológico que subyace a estos hechos.
Otra razón plausible es
que la mujer suele ocuparse de tareas más diversas que el hombre; éste,
comúnmente se enfoca en su oficio o profesión, ella, en muchas ocasiones,
continúa ejerciendo el cuidado de la casa y de los hijos –además de integrarse
al trabajo productivo– por lo que no siempre logra ese binomio de tiempo y
energía que reclaman las artes. No es raro que se sienta orillada a elegir, un poco al estilo de Kierkegaard, o esto
o lo otro, o ética o estética, o el deber ser o la pasión –las artes implican
siempre una pasión. Insisto, esta elección está en gran parte influida por los
modelos de pensamiento prevalecientes.
Atisbo un panorama
favorable para las escritoras en los años venideros. Ha sido largo y exhaustivo
el sendero surcado por incontables voces, unas anónimas, otras ocultas bajo
máscaras, otras más transparentes y expuestas, todas parte del entramado que
hoy me permite a mí la libertad suficiente para escribir este ensayo.
Estoy haciendo consciencia de
las dificultades del género femenino para publicar y promoverse y de sus
latentes oportunidades. No pretendo elaborar respuestas tanto como abrir el
diálogo para que surjan preguntas nuevas y reveladoras. Jamás asumí que
existiera una diferencia justificable entre lo que hombres y mujeres podíamos
lograr, en cualquier campo de la existencia. Y lo sigo creyendo.
Es el momento de
reinventar el mundo, con sus númenes y bestias.
bibliografía
Infante Vargas, Lucrecia. “De la escritura personal a la
redacción de revistas femeninas. Mujeres y cultura escrita en México durante el
siglo XIX” en Relaciones 113, Vol
XXIX, 2008. Recuperado de http://www.colmich.edu.mx/files/relaciones/113/pdf/lucreciaInfanteVargas.pdf
Kriwaczek, Paul. Babilonia. Mesopotamia: la mitad de la historia humana. España,
Ariel, 2011.
Mendoza Castillo, Liliana Minerva y Sánchez Morales, Julieta (10 de octubre de 2004).
“Las revistas literarias del siglo XIX mexicano, educación de la mujer a
través del sitio” en Revista digital universitaria. Vol. 5, No. 9. Recuperado
de http://www.revista.unam.mx/vol.5/num9/art58/oct_art58.pdf
Schopenhauer, Arthur. El amor, las mujeres y la muerte. México, Grupo Editorial Tomo,
2009.
“Mujeres y revistas femeninas”. Recuperado de http://catarina.udlap.mx/u_dl_a/tales/documentos/lco/sandoval_l_ma/capitulo2.pdf
Cazón, Romina (10 de abril de 2014). Entrevista de Marisol
Vera Guerra [archivo digital]. Colección particular. San Juan del Río,
Querétaro.
[1]
La pieza se encuentra en el museo de Ashmolean, en Oxford, Inglaterra, y
contiene la Lista de Reyes sumerios. Su nombre hace referencia a un benefactor que
lo adquirió en Mesopotamia en 1921.
[2]
Uruk: hoy llamada Warka.
[3]
Dato significativo si consideramos que en casi tres siglos, salvo el de Sor
Juana, ningún nombre de mujer figuró en las letras nacionales.
¿Qué será tanto cierto al día de hoy que las mujeres leemos más a varones que a nosotras mismas? A menos que sea ya una de las grandes escritoras clásicas o de renombre creo que nos inclinamos a leer al sexo masculino.
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