La voz del silencio
Y cuando el demonio concluyó su
historia,
se dejó caer, en la cavidad de la tumba
y el río.
Y yo no pude reírme con él,
y me maldijo porque no reía.
Edgar Allan Poe
Primero venía el temblor en las piernas, luego esa
parálisis facial que hacía imposible sonreír, finalmente el golpeteo del corazón
contra las costillas como si fuera a salir botando igual que un puño guardado
en una caja-sorpresa.
Hablar con otro ser humano, ésa era la tarea
imposible, un ente hecho de carne y articulaciones, con palabras propias que no
podía subrayar ni brincarme para buscar otras que me gustaran; tampoco
podía plácidamente y a mi antojo ponerle el rostro que me fuera bien imaginar;
éste ya tenía su propia cara, su propio discurso, no había nada más qué hacer.
Cuando lo usual en cualquier chica de trece años
era comenzar un diálogo, lo único que mi organismo lograba fabricar era una
mueca temblorosa que seguramente me hacía parecer por completo idiota. Esta
especie de sonrisa anclada a la flacura de mi cuerpo, a mi pelo arrollado en
una cola de caballo y a mi aliento siempre insoportable, lograba aburrir al más
avezado interlocutor. En realidad no hubo muchos interesados en acercarse: una
niña con la nariz siempre metida entre los libros espantaba fácilmente a
cualquier dandi de secundaria.
Con los adultos me sentía un poco relajada, no
porque me gustara su presencia, sino porque interpretaban mi seriedad como
“respeto” hacia ellos. Qué niña tan bien educada, en silencio, siempre en silencio.
Así descubrí que los adultos no quieren normalidad, sólo alguien que no los
cuestione.
En cambio, antes que con una bola de chicos de mi
edad, habría preferido estar dentro de aquel pozo oscurísimo, asediado por
ratas y por el filo de un péndulo, del que hablaba mi amado. ¡Ah!, porque yo
tenía un amado. El hombre que encendía la pasión en mi escuálido pecho
con las tetillas apenas despuntando. Seguramente no habría sido del agrado de
mis padres. Era alcohólico y adicto al opio. Ya había estado casado antes con
una chica de mi edad, ninguna mujer parecía tener futuro a su lado, pero lo verdaderamente grave era que llevaba más de un siglo muerto: Edgar Allan Poe.
Él sí que podía entenderme. Cómo no, si había
escrito esos relatos extraordinarios sólo para mí, para que yo los leyera
muchos, muchos años después de su delirium trémens –y aunque Baudelaire jure
que la tía Clemm era un ángel, estoy segura de que si Poe hubiera tenido por
madre a la mía, habría durado medio siglo más.
Yo era, pues, una niña silenciosa y la gente hacía raras interpretaciones de este silencio: “sumisa”, “estudiosa”,
“dependiente”.
¡Ánimo, ánimo!, tras el horror matutino del
despertar, frente al espejo. Hay que ser paciente, la secundaria no es eterna. Durante el primer año había sido vivaracha y un tanto locuaz. Luego algo
pasó. Luego me hice taciturna y triste. Luego llegó la necesidad de las agujas
bajo las uñas. Llegaron Bécquer, lagerlöf y Verne. Llegó ese otro mundo de
fantasmas en el que me refugiaría hasta los dieciséis.
Sacaba diez en todo, no porque me interesara la
calificación, sino porque no podía evitarlo. Las clases eran unas papas, simples
y redondas –lo estresante fue tener que darles importancia a esos dieces para
que algunos egos se inflaran como globos rellenos con helio. No parecía
rebelarme ante nada porque no había nada contra qué rebelarme. ¿Fiestas?, las
detestaba. ¿Novio?, los muchachos me resultaban tan atractivos como una bola de
pelusa atorada en la garganta. ¿Ropa, modas, permisos?, ninguna de esas cosas
tenía significado. Yo sólo quería libros y una habitación propia: no es que fuera
seguidora de Woolf, es que no toleraba la presencia de los seres humanos por
demasiado tiempo. Para mi suerte la casa de mis padres era grande, y con el
pretexto de hacer tareas podía encerrarme horas y horas en mi nave de sueños.
Allí, entre cortinas rosas y montones de peluches, junto a mi mesita
cargada de libros y mis muros cubiertos de fetiches me entregaba a los brazos
de mi amado que ora nadaba abrazando un ataúd a media tormenta, ora pintaba el
rostro de una mujer hermosa en un lienzo oval.
Yo estaba bien en el silencio. Sólo quería
silencio. Y a mis gatos. Mis gatos eran los únicos que tenían la venia para
entrar a la habitación a cualquier hora y quedarse conmigo indefinidamente.
Silencio, gatos y libros. Eso era la felicidad.
Imagen: Corta y seré más bella, mvg.
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