Texto leído durante la presentación de la revista independiente de arte y cultura La linterna mágica. Monterrey, N.L., 25 de julio de 2014.
“En
México todas las ciudades tienen trenes” dice Xóchitl Campos, con aire
nostálgico, al recordar las palabras de su padre en un tiempo que ahora parece
perderse entre matorrales y piedrecillas desperdigadas. “No podía ser de otra
manera”.
Pero
fue.
La
maquinaria, cada vez más desgastada de un país conducido por oportunistas, se
detuvo de repente sobre las rieles del futuro, y tomó un rumbo inimaginable
para los hombres y mujeres que otrora soñaban el progreso.
Pienso
en los mexicanos nacidos a mediados de los noventa, en los nacidos después del
dos mil, para los que sólo existen trenes de carga y vías oxidadas, que el
único vagón que acaso abordarán será el de un tren suburbano. ¿Cuál es, cuál
será su imagen de México? ¿De qué manera se altera la psicología de una nación cuando
le arrancan de tajo una forma de dialogar con el paisaje y con el tiempo?
Pienso
en mí misma, que crecí en un pueblo en el que las estaciones ferrocarrileras,
la modernidad y sus asuntos, quedaban lejos, y cuando por fin regresé al lugar
de mi nacimiento, Ciudad Madero, ya se había iniciado el ferrocidio (esto fue, la masacre de trenes).
Viví
muchos años cerca de las vías, en Madero y en Altamira. La efigie fantasmal de
aquellas maquinarias muertas, sus rugidos apagados, las sombras de sus
pasajeros imposibles, todo eso se volvió parte de mi imaginario, atmósfera de
ciertos poemas. No puedo contar historias como la que Arminé Arjona nos regala
en estas páginas, el texto más cargado de inocencia que le he leído a la
escritora chihuahuense:
Viajábamos
en pullman. Las mamás tenían su cabina y nosotras (mi hermana y yo) peleábamos
para ver quien se quedaba con la litera de arriba. Las cortinas eran gruesas y
rojas. El tren tenía un olor indescifrable y único.
Los
privilegiados, los que estuvieron allí, dentro de esas cajas mágicas, como Ana
García Vergua, afirman:
Se perdió un medio de transporte que
no sólo es agradable, ecológico y romántico, sino que además permite caminar,
recorrerlo, leer a gusto o dormir, convivir con otros pasajeros. El tren posee
una belleza muy particular.
Ahora
sólo los vemos pasar cargados con mercancías y materias primas, ya no con almas
y corazones. Ahora sólo somos testigos del silencio que han dejado por herencia
las algarabías pasadas. Ahora sólo nos queda decir, como Cynthia Rodríguez
Leija:
La Bestia se aproxima con los
hijos del sur que adormecidos lanzan una piedra milenaria en el desértico
abrigo de la mañana.
Ésta,
me parece, es precisamente el combustible de las letras aquí enlazadas. Y no
puede haber auténtica esperanza sin una mirada crítica, un ojo agudo que
desteja las memorias, que señale a los que nos han hecho promesas tendidas en
el vacío y que inaugure nuevos caminos.
En
esta época de complacencias, en que la sociedad confunde la felicidad con el
confort, en que las redes sociales han fomentado el yo, yo, yo, y nuestro
presidente juega a ser su alteza serenísima mientras subasta el país, La linterna mágica nos devuelve al
círculo de la crítica política y cultural, tan necesario y por desgracia dejado
al margen dentro de la literatura contemporánea. Ante el terrorismo virtual que
asalta nuestro mundo cibernético, hacemos un retorno a lo esencial: el papel,
la tinta, la voz cruda. Nada como ser independiente. Me apropio las palabras
del periodista Jon Sistiaga, que se montó a la bestia: “los medios nacionales prefieren
los reportes de boutique, a los reportajes de fondo”.
Cuando
leo los diversos textos que proyecta la Linterna me percato de que todos los
autores, sin excepción, se refieren a los trenes, no como simples medios de transporte,
no como objetos que obedecen leyes físicas, sino como organismos vivos,
criaturas que rugen, que devoran hombres, que escupen vapor, que sueñan en las
praderas.
“¿Cómo
dibujar el alma del tren?” pregunta Yaneth Sotelo. Tal vez en eso pensaba Liz Durand
al relatarnos: “Me dispongo a cazar las curvas que me permitan ver el cuerpo
del animal, ubicar su cabeza y sentirme ufana de ir sentada en su panza”.
¿Qué
se perdió? La interrogante vuelve a surcar nuestros oídos. Mónica Lavín y
Benito Taibo coinciden en que el paisaje se ve de otra manera. “Una oportunidad
de oro”, apunta Alejandro Rosas.
¿Qué
otras oportunidades hemos perdido en la vorágine de los años? Marcos Rodríguez
Leija, a propósito del paso de Gabriel García Márquez a principios de los
sesenta, dice:
Hoy,
la vieja estación de ferrocarriles que recibiera al escritor colombiano en
Nuevo Laredo, emerge como un animal prehistórico, un tren con nombre y sin
destino, un tren que se nos va: la cultura.
Plumas
de gran envergadura cruzan el cielo. No han sido escasos el compromiso y el esfuerzo
de los editores para consolidar este número, donde también fluye igual que un
manantial la poesía, nos lo demuestra Carlos Acosta sobre la flor gigante de la locomotora. Además del contenido literario se
afianzan a las páginas ilustraciones y fotografías de gran belleza.
Ante
tal despliegue de luz, sólo puedo decir no, esto no es una linterna, es un sol
lleno de combustible para arder por horas y días infinitos. Larga vida a sus
letras.
Fotografías: Nora Lizeth Castillo Aguirre.
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