Cuando era adolescente leía
mucho a Gabriel García Márquez, bebí vorazmente las páginas de “Ojos de perro
azul”, un volumen de cuentos que llegó a mis manos asignado por mi profesor de
redacción en el bachillerato. Creo que fui la única del salón que lo leyó con verdadero
gusto. En realidad, el colombiano me había seducido desde la secundaria, con “La
increíble y triste historia de la cándida Eréndira y de su abuela desalmada”,
lo cual debo a mi profesora de literatura. Sí, a veces (y sólo a veces) los
profes tienen el poder de entusiasmarnos con una lectura.
De ahí le seguí con otros
volúmenes, pasando por aquello de que el coronel no tiene quien le escriba, hasta
que, luego de los veinte, me eché de un trago Cien años de soledad. Pero un
buen día algo pasó. Tomé mis viejos libros y no les hallé el mismo sabor. Los
personajes habían perdido encanto, los escenarios ya no brillaban igual. Hasta
me sentí tentada a cambiar palabras y “corregir” al Nobel colombiano. ¡García
Márquez me había mentido!, no era lo que yo creía. Ahora me parecía gastado, redundante
a veces y un poco cursi. Me sentí traicionada.
Me aficioné,
un tanto, a Fernando Vallejo, ácido y crítico, que en un artículo le dice a su
paisano: “Pero no te preocupés por la sintaxis, Gabito, que con las
computadoras y el Internet, ¿hoy a quién le importa?”
La acidez
de Vallejo, advertido alguna vez de querer atacar a un elefante con un
cortauñas, parecía encajar con mis recientes percepciones sobre la literatura.
Sin embargo, con el tiempo, algo en él también me chocó, se me hizo excesivo,
aunque, reconozco, sus obras han sido para mí una gran lección de gramática.
De a poco
me di cuenta de que quien había cambiado era yo. Claro, nuestros intereses y
gustos literarios evolucionan, dan giros, mutan. Y creo que mucho de soberbia
habría en nosotros si no aceptáramos la deuda que tenemos con los autores que
en distintos momentos de nuestra vida nos acompañan.
Leo, por
aquí en la red, en una serie de “consejos” para escribir cuentos, que Roberto Bolaño
recomienda precisamente leer a García Márquez, al igual que a otros autores
como Rulfo y Monterroso. Finalmente, el acto creativo es de lo más subjetivo. Cada quien tendrá a sus indispensables.
“La verdad
es que con Edgar Allan Poe todos tendríamos de sobra”, dice el chileno. Pues
yo, como él he sido gran lectora de Poe, y a estas alturas de mi vida me doy
cuenta de que es uno de esos autores que permanecen, cuya obra evoluciona
conmigo en mi imaginario personal. ¿Qué tiene un autor que no tenga otro, que
se renueva y se renueva? La búsqueda de la respuesta daría para hacer un largo
ensayo. Hay paisajes que siempre veremos con encanto y algunos que vamos
dejando. No tiene que ser igual para todos.
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