Literatura & Psicología

3.1.14

De sus piernas en mi cuello, de Romina Cazón


I. Empusa y los gatos

En la medianía de mi vida he visto no pocos  prejuicios sobre los libros que tienen por protagonista a una mujer, como si sólo cuando el protagonista es un varón –aludiendo a Rosa Montero– representara al género humano.

La reciente ganadora del Nobel de Literatura, Alice Munro, ha roto con el paradigma de la intelectual que renuncia a una vida “común”, a un entorno “doméstico” para escribir –dirían algunos– con libertad masculina. Ella, ama de casa, madre, esposa, de costumbres más bien discretas, moldea a sus personajes –usualmente mujeres y hombres comunes, sencillos, provincianos– en escenarios realistas, en los que lo extraordinario está, precisamente, en la forma de  abordar lo ordinario: todo ser humano tiene una historia rica qué contar.

De sus piernas en mi cuello, de Romina Cazón, es un libro donde los relatos giran, esencialmente, en torno a figuras femeninas. A menudo, mujeres que aman a otras mujeres. El amor es, de hecho, un elemento constante, que halla su expresión sincera en un encuentro casual en el baño de un antro, o en la figura de un gato acurrucado junto a su dueña, que muere de hambre. El otro factor persistente es la soledad.

Las mujeres de estos cuentos son como los gatos –permítaseme el enunciado–, acostumbradas a caminar por las cornisas y a caer de pie desde las alturas más insospechadas.

Gatos, ¡qué animales tan inquietantes para la consciencia humana! No por nada fueron los compañeros de las brujas, la metáfora de placeres prohibidos y de sueños inenarrables. Las antiheroínas de estos cuentos –las llamo de este modo al parecerme contrarias a las imágenes vendidas por la mercadotecnia– son mujeres ordinarias, entre las que veo moverse desfachatadamente al ánimus, ese elemento masculino del alma femenina. “El alma –dice Carl G. Jung– contiene todas las imágenes de las que han surgido los mitos”. Nuestra sociedad contemporánea pretende olvidarse del mito, pero éste se manifiesta en nuestros vecinos y en nuestro propio espejo. Porque en cada mujer dormita Hera, la esposa vengativa; Hestia, la sacerdotisa fiel; Empusa, la seductora terrible. Y, lo que a mi parecer, Romina hace predominar en cada caso, es la elección. Sus personajes no me dan la impresión de ser gobernados por el fatum, sino que, de una u otra forma, deciden. Aun el (la) que ni siquiera sabe cómo o por qué ha llegado hasta donde está, en algún momento se encuentra de frente con la posibilidad de decir “sí” o “no” ante algo, así sea la muerte, así sea la manera de morir.

Por ejemplo, Romina nos habla de Marcela, quien “tuvo tres opciones en su vida: ser esposa, ser puta o ser monja”, y aunque ella no tuvo qué elegir, sí nos deja imaginar cómo, ante su cansancio, elige entre este lado y el otro; las calles de Jujuy, Argentina, o su cementerio. En ningún lugar como en un pueblo pequeño los arquetipos pesan tanto y los mitos tienen tanta fuerza. Ya emerge por ahí una voz patriarcal: “Las mujeres que no saben elegir deben irse al infierno”.


II. La gran ola de Romina
Paradójicamente, lo más difícil de lograr es la sencillez. En la plástica, por ejemplo, disfruto aquellos cuadros en los que –siento–  la imagen ya no puede simplificarse, porque los trazos han llegado a la expresión exacta. Pienso en Hokusai –su gran ola–, su obsesión por el paisaje; un par de líneas contundentes nos transportan de donde quiera que nos encontremos al Monte Fuji. Romina dibuja con palabras y el paisaje es ella misma, yo, la mujer sin nombre en una nota de prensa, las mujeres todas que pasan por nuestra vida o las que no pasan por nuestra vida pero sabemos que existen.

Esta necesidad de enunciar en líneas simples dolores enmarañados se ve muy bien en la afición de Romina por hacer Haiku. La búsqueda de la brevedad está presente, también, en sus cuentos, lo cual provoca ese efecto deseado por Poe, de un acto de lectura ininterrumpido.

Traigo de nuevo a Munro para decir, con ella, que las mujeres necesitamos expresar la vida verbalmente.

Romina no inventa lenguajes, no rompe las formas, más bien expone la existencia con una naturalidad sobrecogedora, en momentos lúdica, a veces tajante, siempre libre de adjetivos superfluos. No tiene pelos en la lengua –igual que aquella cuarta tía, “la que se parece al abuelo” de la chica que ha crecido en su “pueblo argentino de 4,500 habitantes”– para hablarnos sobre esos temas que, a pesar de ser el pan de cada día, causan escozor: la masturbación, la pornografía, el duelo, la violación, el suicidio. No puedo evitar la morbosa comparación entre el orgasmo y la muerte. Y es que, en este libro de Romina Cazón me pasa lo mismo que con los de Fernando Vallejo: no acabo de saber dónde está presente la ficción y dónde la memoria. En más de una ocasión me he sentido tentada a cambiar el nombre de alguno de los personajes por el de la autora, o, imagino que en cierto momento convivió con ellos, supo de primera mano su historia. Como sea, todos son reales, pues no hay en estos relatos nada que no ocurra en mi ciudad, en mi barrio y, de vez en cuando, en mi casa.

Pero más allá del naturalismo, podemos entrever en esta narrativa esa parte sobrenatural que, de pronto, nos toma desprevenidos a la mitad de una hora trivial. ¿No tienen algunos sueños, acaso, ese poder terrible de las maldiciones?, ¿no puede ser una cita al dentista una catástrofe para nuestra psique tan grande como ser mutilados por fuerzas externas?    

Insisto, Romina se mueve libremente de una palabra a otra, sin cortapisas ni censuras. Lo ha dicho con puntualidad la poeta chilena Carmen Berenguer, la literatura hecha por mujeres logra con frecuencia mayor libertad en la forma, precisamente porque tenemos tantas ataduras internas.

Así, esta escritora va desanudando ataduras ancestrales con la pericia de un dibujante que, en un par de trazos, nos ofrece la profundidad y el volumen de un paisaje complejo.

III. Los destierros cotidianos
No puedo evitar la tentación: para mí es difícil ver una obra sin considerar a su autor(a), aunque, he de confesar, sé muy poco sobre Romina. La conocí en 2010, dentro del encuentro de escritores Los Santos Días de la poesía, que organiza la poeta Celeste Alba Iris, en Padilla, Tamaulipas. No hablamos mucho –y en realidad nunca lo hemos hecho–, supe que es originaria de San Salvador de Jujuy, Argentina, y que residía en el estado de Querétaro –donde sigue radicando actualmente, en San Juan del Río, para ser más precisa–; con el tiempo conocí su proyecto editorial “El Humo” que, a la fecha, ha editado alrededor de nueve libros y mantiene vigente una revista electrónica de arte y cultura, con una convocatoria permanentemente abierta para los escritores.

Humo, esta palabra me hace pensar en espirales, fugacidad, sutileza, expansión, ondulaciones. ¿Tendrá que ver algo con la vida misma de la autora? Por mi parte, nunca he vivido fuera de México, apenas una vez crucé la frontera con Belice y otra, estuve frente al río que nos divide de los Estados Unidos. Y ya eso me trajo hondas cavilaciones sobre la sensación de destierro.

Sin embargo, creo, hay más de una manera de sentirnos desterrados. El abandono de la infancia para ver crecer los senos y las caderas; dejar al primer amor de la adolescencia; abrir una puerta con la convicción de ser heterosexual y sorprendernos amaneciendo junto a alguien de nuestro sexo; parir un hijo –que ya me eché dos al hilo–; la mudanza de una casa –y aquí sí, llevo como dieciséis–; incluso el diario acontecer que nos obliga a ir desprendiendo páginas al calendario. Desde esta perspectiva, todos somos desterrados, aunque pocos andan hurgándole a la consciencia.

Los cuentos de Romina me hacen vivir esta constante sensación de exilio, efecto que hallo más visceral en su poesía, en la que no falta, como en su narrativa, un telón irónico: “Mi madre dice que se pinta el pelo de negro desde mi partida y que encontró la mejor manera de vivir al sustituirme con un gato gordo”. Son exilios voluntarios, nos lo hace saber.

En su perfil de Facebook, Romina afirma que su ideología política está “en construcción”, mas, no carece de posturas sociales; en su narrativa sutilmente nos deja ver algo de esto, por ejemplo, cuando pone a uno de sus personajes a escuchar “Al alba”, de Aute, o cuando una mujer protesta ante una oferta de empleo que excluye a su género.

De sus piernas en mi cuello fue un proyecto beneficiado por el Programa de Apoyo a la Producción Artística APOYARTE 2012,  del  estado de Querétaro. Y Romina lo ha dado a luz a través de su editorial. La edición del libro y el prólogo son de Gabriela Torres; la fotografía, el diseño de portada e interiores, de Gabriela Chávez.

Finalmente, ¿quién es Romina Cazón? Ella prefiere autodefinirse con las palabras de Bertolt Brecht: “Me parezco al que llevaba un ladrillo consigo, para mostrarle al mundo como era su casa”.


 Fotografías: Gabriela Chávez.

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