Por
ahí de 2006 fui seleccionada para ser incluida dentro de un proyecto llamado “Geografía
poética: la poesía femenina joven al norte de México”, a cargo de la poeta
Reneé Acosta, en Chihuahua. Esa fue la primera vez que me detuve a preguntarme:
ah, ¿existe una poesía femenina? Nunca,
hasta ese momento, había reflexionado en qué medida podía haber una división entre la
literatura escrita por hombres y la escrita por mujeres. En esta investigación me preguntaban cosas como si había encontrado limitantes, discriminación o
dificultades, dentro de mi ejercicio literario, específicamente derivadas de mi
condición como mujer.
Empecé
a ponerle atención a ciertos aspectos de la “feminidad” en las Letras y vi que,
en efecto, había temas prohibidos, palabras censuradas, recelos sobre lo que
está “permitido” decir a nuestro género. Conocía la obra de sor Juana y su
negación por el matrimonio en pos del cultivo de la mente; había leído la vida
de Flora Tristán y su lucha por los derechos de la mujer y de los obreros en
Francia; desde niña amaba a Hatshepsut, la primera feminista de la historia; tenía,
pues, varios modelos femeninos y antes que asumir que “por ser mujer”
encontraría limitantes dentro del arte o de mi existencia, creía que vivir
haciendo lo que uno ama es lo más natural del mundo, sin importar si se es
hombre, mujer, heterosexual, gay, hermafrodita, transexual. No pensaba que
“escribir” fuese un acto masculino o femenino: las metáforas no dependen de un
falo.
Tal
vez por eso, siempre había escrito sin temor ni cortapisas (y lo sigo haciendo);
tal vez por eso varios de quienes me han leído dicen que escribo “muy
femenino”; pero quizás, aunque no me había autoimpuesto ataduras en relación al
arte, estas ataduras existían en la sociedad y amenazaban, finalmente, con
devorar a cualquier impertinente muchacha que se aventara al ruedo a escribir
(aunque para esas fechas yo ya estaba bastante crecidita).
Me
di cuenta de que, como mucho tiempo después escucharía de Patricia Laurent
Kullick, “las mujeres tenemos una sintaxis propia”, un campo semántico distinto
al del varón que incluye, como dice la novelista española Rosa Montero, las
“metáforas sangrientas”.
Y no
se trata de meros complejos del género, como podrían argumentar algunos
caballeros, realmente he visto una pulsión por hallar esa voz propia que no se
ciña a los estándares del ojo masculino. ¿Qué tanta distancia hemos recorrido
desde aquel comentario de Baudelaire en el siglo XIX?, “Las mujeres escriben,
escriben con una rapidez desbordante […] su estilo se arrastra y ondula como
sus vestidos”. Luego, critica a George Sand (seudónimo masculino de la baronesa
Amandine Aurore Lucile Dupin) porque
“no ha logrado por completo, a pesar de su superioridad, escapar a esta ley del
temperamento; echa sus obras maestras al correo como si fueran cartas”. Me
quedo, mejor, con Rimbaud: “¡La mujer encontrará unas cosas extrañas,
insondables, repelentes, deliciosas; nosotros las tomaremos, las
comprenderemos!”.
Me gusta tu manera de expresar, ese estilo peculiar de entrelazar conceptualizaciones que dominas de tu especialidad, la Psicologia!.. Te comenté en el evento MIRADAS PARALELAS... QUE ERAS TRAGA AÑOS!.. PUES A PESAR DE TU IMAGEN, FRAGIL...encantas con tu narrativa! es un gusto conocerte y saber tu trayectoria! EN HORA BUENA! Atte, Socorro pineda Vallarta!
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