Literatura & Psicología

8.10.13

Si morir es un arte

 Publicado en La Razón, Tampico, Tamaulipas, septiembre de 2013.

“Dying is an art”, leí hace años en aquel famoso verso de Sylvia Plath, y yo que aún no tenía dos pequeños hijos a quienes dejarles jarritas con leche junto a la cama y tampoco un horno para meter la cabeza (ni siquiera de microondas), lo tomé por una teoría válida. ¿De qué se trata, de dónde viene esa pulsión de muerte que ha perseguido a tantos artistas y no pocas veces ha ganado la batalla?


     Incontables mitos se han alimentado a raíz de esta insana necesidad de confesarse. O esto decía Albert Camus, matarse es confesar, también una suerte de venganza. Pero el suicida es, de algún modo, un asesino. Y no, no es cierto que se odia a sí mismo; si de veras se odiara se quedaría vivo, él quiere escaparse de algo insoportable. Pienso que hace falta creerse demasiado importante para darse un tiro o colgarse de un árbol. Pero, qué sé yo. Si algo he aprendido en la medianía de mi existencia es que las razones para matarse o para amar son incomprensibles. El amor y la muerte se parecen, ¿no? El arte, según veo, es una expresión de amor puro. La poesía, la danza, la pintura, en el momento que se adueñan de una voluntad la acercan a ese vértigo que nace, también, en las almas de los enamorados.


     Hay naturalezas suicidas, eso me enseñó Herman Hesse en mi adolescencia, a través de esa vieja novela que medio mundo ha leído. ¿Cómo no sentirme, a ratos, lobo?, ¿cómo no ver la navaja de rasurar coqueteando con Harry Haller en el baño? Yo creo que los suicidas en realidad están enamorados de la vida. Los auténticos (siguiendo la filosofía esteparia), no son siempre los que se matan, sino los que pasan sus días bajo esa obsesión dolorosa.

     Ahora, en esta época tan práctica, en la que creerse un semidios por escribir poesía resulta obsoleto y grotesco, hemos aprendido a suicidarnos de manera masiva, en forma tácita y lenta, no como dioses sino como  mortales comunes.

     La imagen más trágica y dulce que se me viene a la mente sobre el suicidio es la de la poeta Petya Dubarova, con sus dieciocho años tejidos en guirnaldas de conchitas, caminando hacia el mar hasta desaparecer. Habrá quien lo haga siguiendo una tradición familiar: en 2009, Nicholas Hughes, el hijo de Plath, si mal no recuerdo, se ahorcó.



     Encabezando mis libros de poesía aún está el de Ariel, donde por primera vez leí que morir es un arte; ya tengo dos hijos pequeños, sigo sin horno y, la verdad, no me atrae la idea de servir leche en jarritas ni de amanecer oliendo a gas.


Imágenes en orden de aparición: Sylvia Plath con Frieda y Nicholas; Petya Dubarova; Nicholas Hughes.

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