Literatura & Psicología

25.8.13

De por qué dibujo monstruos

De lo ordinario, el amor y la memoria

Dibujar se me hizo siempre de lo más natural. El dibujo, por supuesto, vino antes que la escritura, sólo era cuestión de alzar la mano, dejarse llevar por la forma, esperar a que el lápiz tomara su curso sobre la hoja. Quienes fueron mis profesores de primaria (mi madre incluida) darán fe de esto, me pasaba las clases haciendo monitos y con aire distraído. En secundaria fue más evidente. Fobia social y depresión a los trece años hicieron que me encerrara en este hábito, bueno, también en mis libros, ¿qué habría hecho en esa época sin mis lápices y mis cuadernos, sin Poe, sin Bécquer y sin Verne? Escribía cuentos y ocasionalmente algún poema. Por las noches me convertía a mí misma en el personaje de un cómic, en el que era una niña popular y no el bicho raro que devoraba libros, ¡ah!, y a todos los chicos que me caían mal les sucedían cosas extrañas.

En el C.B.T.i.s dibujar se hizo verdaderamente necesario para la supervivencia, ¡tener que estudiar informática cuando todo mi organismo clamaba por las artes! En realidad había pensado que sería científica, desde niña era aficionada a leer sobre física teórica y astronomía. Me di cuenta de que esto obedecía a mi curiosidad natural por entender la existencia, pero lo que de veras, de veras me gustaba, era escribir cuentos y, de vez en cuando, me entretenía haciendo sonetos y redondillas. Sería escritora, sin duda, estudiaría  en la facultad de Filosofía y letras en la Universidad Veracruzana. Además me gustaba la fotografía. Corrían los 90, así que las cámaras digitales eran un sueño, había que esperar pacientemente a juntar el costo del revelado para ver impresas mis fotos de gatos y paisajes.

La escuela me parecía horrible, los maestros aburridos y mis compañeros de grupo, algo así como extraterrestres. Pronto podría largarme a la universidad, sólo tenía que aguantar un poco. Pero, he aquí donde los hados meten la nariz: me enamoré y allí voy, siguiendo a mi amorcito, que estudiaría en Ciudad Madero, y como no hallé por el rumbo nada que tuviera que ver con Letras, volví a mi amor primero hacia las ciencias, y ya que no podía explorar el cosmos, acabé estudiando la mente humana: Psicología. 

La universidad fue un oasis de absoluta tranquilidad. “Artista”, me llegaron a decir algunos profes, tal vez resignados a que no podía ponerles atención sin estar rayoneando mis libretas. Un día se me ocurrió pintar. Me hice de unos lienzos, tubos de oleo, pinceles y aceite de linaza. Pinté como dios me dio a entender y, en medio de mi megalomanía, se me ocurrió que esos cuadros podían exponerse, así, por ahí de 2002 monté la única exposición de mi vida en el café Bambú, lo cual me sirvió para confirmar que verdaderamente mi propósito al dibujar era aislarme de este mundo, estar en un espacio propio donde las pesadillas se volvieran línea y sombra. Un par de años después rompí mis cuadros y los eché a la basura. No volví a dibujar. Lo intenté cierta madrugada quejumbrosa de 2006 en que garabateé hasta el cansancio y guardé otra vez mis cuadernos, mis lápices y mis plumas. Por cierto, ya me andaba divorciando de mi amorcito del bachillerato. ¡Si hubiera sabido! Me apegué entonces más a la cámara, casi secretamente, no fuera a ser que alguien descubriera mi amor por las imágenes (quizá por ello, alguna vez, me enamoré de una fotógrafa).

Una tarde de 2012, arrellanada en mi panza de embarazada, en un café regio de cuyo nombre no logro acordarme, junto a Laura Fernández, que es artista visual, de pronto sentí la pulsión, el arrebato, esa sensación que creí muerta, que pensé se había ido en el camión de la basura entre las mantas deshilachadas. Yo te maté, quise decirle, yo te ahogué con mis propias manos, pero allí estaba de nuevo ese impulso, a guisa de aquel shining de Kubrick y King. ¿Qué le hacía? Llegué a mi departamento, tomé una hoja de papel bond y una pluma Bic.

Ahora sigo dibujando en cuadernos y en hojas sueltas, lo que mi parca economía me permite; tomo fotos mientras mi cámara no esté empeñada o hecha pedazos en algún terreno baldío. Lo que más fotografío son insectos, gatos, muñecas y a mí misma. Tal vez todas son maneras de hacer autorretratos. ¿Qué si me interesaría perfeccionarlo?, hasta ahora nunca me ha parecido otra cosa que mi manera de salvarme. 

A veces muestro mis imágenes, quizá para hacer menos pesadas las horas de donde emergen estos fantasmas, quizá este sea un modo de exorcizarlos. Quizá sea una manera de conservar la ternura cotidiana, afuera, atrapar un poco de luz en la pantalla y dejar que los monstruos reposen tranquilos en el papel.


Imágenes en orden de aparición: Sombra, Equilibrista, mvg. 

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