Literatura & Psicología

25.7.13

La casa del Sol

De lo ordinario, el amor y la memoria


Con seis centímetros de dilatación, después de siete horas sintiendo de a poco y por primera vez aquel dolor que, había oído decir, es el más terrible que existe, entré a la sala de expulsión. Empujaba mi silla de ruedas una enfermera vivaracha, de cofia blanquísima y cintura breve (me había aficionado a calcular mentalmente el diámetro de cuanta barriga me pasaba por enfrente), apúrale, me instaba a firmar un papel, algo sobre transfusiones de sangre, apúrale, que nace tu bebé.

Los gritos de las parturientas lo inundaban todo, las paredes, el techo, las sábanas, el aire. Sobre la aséptica puerta de vidrio se me antojó ver un letrero a guisa de aquel visto alguna vez por Dante “Oh vosotras las que entráis, abandonad toda esperanza”. Aunque esperanza era la palabra más acuciada en aquella hora. ¿Que esperaban esas pobres almas?, abrazar al renacuajo que habría por fin de abandonar la entraña o, simplemente, que escampara la tormenta de contracciones. No por nada, entre los mexicas, las mujeres que morían de parto merecían tanto honor como los guerreros caídos en combate; pero, en ese momento, lo que menos me importaba era viajar a la casa del Sol y morar en el poniente. ¿Me uniría también a esa sinfonía de chillidos?, no, no, ni que fuera tan especial, acaso no sería mi dolor igual al de mi madre, al de sus hermanas, al de muchas antes que yo. La voz de mi abuela Eusebia emergía desde una dimensión oscura, aguántate como las mujeres.

El pasillo era una larga cordillera de camas y cortinas; tubos escindiendo el espacio con un goteo intermitente; cabezas coronando entre muslos ennegrecidos. Escalpelos. Agua. El tintineo de una campana. ¿Por qué un hecho tan natural, tan simple, debía rodearse por aquella parafernalia quirúrgica? ¿No deberíamos parir en nuestra casa con la misma tranquilidad que horneamos un pan? Al menos no estaba hincada sobre un petate, con un hilo de agave amarrado arriba del vientre.

Abuela, ¿cómo le hace una para parir siete veces?

Aquí las fronteras del Yo se disuelven. Una se convierte en un cuerpo, nada más que un cuerpo donde convergen uñas ajenas y miradas; el cuerpo da paso al objeto, materia pura derramando licores ácidos y verdes.

Me duele, dije, al fin. Algo tenía que decir. Lo sé, lo sé, respondió rutinariamente, con voz dulcísima una muchacha de ojos verdes mientras me colocaba el catéter en la vena. 

1 comentario: