Literatura & Psicología

10.8.12

Entre los dioses y las bestias (¿o al revés?)

Publicado en La Razón. Tampico, Tamaulipas, julio de 2012.

Amo a los gatos, aunque esto probablemente al lector no le interese, a menos, claro, que también sea un amante de los felinos. Uno se siente meno solo en lo que podría considerar extravagancias cuando encuentra a alguien más que comparte sus gustos. Ello explica en buena parte por qué, actividades como el futbol, pueden unir continentes enteros, a gentes de distintas condiciones y razas (incluyendo aquellas que no saben jugarlo). Todos tenemos necesidad de sentirnos acompañados; qué le vamos a hacer, somos entidades gregarias.

     Así, el ser humano, luego de domesticar animales con fines prácticos, comenzó a criarlos por el simple placer de su compañía; también, para mantener ese lazo que inconscientemente nos une a la selva, al bosque, al mar. Recordemos a Víctor Hugo: “Dios hizo el gato para ofrecer al hombre el placer de acariciar un tigre”.

     Los gustos suelen dividirse entre las dos especies de compañeros domésticos más cotizadas en el mundo contemporáneo: gatos y perros (y mucho dice esta preferencia sobre la personalidad de quienes prefieren a unos o a otros). Existe una inclinación de varios escritores hacia los felinos. Recordemos a Carlos Monsiváis o a Francisco Umbral. Será por su carácter solitario y su ejercicio de la libertad (esa especie de cinismo bestial) que los gatos suelen ser amados por muchos de quienes ejercemos las Letras.

     Compañeros de las brujas medievales, mensajeros de los dioses egipcios, símbolos de aquelarres y de divinidad. Amados u odiados, rara vez vistos con indiferencia, algo en ellos perturba la mirada del hombre civilizado; algo en ellos es un rescoldo del Paraíso, una rara mezcla entre ternura y malicia. Estará de acuerdo conmigo quien haya visto a un gato cazar un canario o un ratón, y luego echarse a retozar con el cuerpo mutilado como si de una borla de estambre se tratara.

     He vivido con felinos desde que tengo uso de razón. Gatos y más gatos han acompañado mi sueño, han entibiado mi regazo, han llenado de correrías y risas mi casa. Llevo un duelo por Morgana, una dulce siamesa que recientemente dejó este mundo después de diez años de existencia, y que es de todos, a quien más he amado.

     Toda mi vida juré que nunca, de veras nunca, tendría  un perro. Siempre me parecieron seres demasiado expuestos a la maldad humana, por esa bondad natural que les brota de los ojos, y, por lo tanto, demasiado necesitados de aprobación y cuidados. No sabía entonces la delicia que es recibir el beso de un canino, esa humedad en la mano que expresa su gratitud (inmerecida) hacia quienes les damos pan y techo.

     Sí, amo a los gatos y ahora también amo a los perros, gracias a D'Artacan, un cachorrito sabueso que es parte de mi familia desde hace dos meses. Elegí su nombre, claro, por  aquella serie ochentera, hispano-japonesa, “D'Artacan y los tres mosqueperros”, una versión infantil de la célebre novela de Alejandro Dumas, donde se narra la historia de D'Artagnan de Gascuña.
     Mejores personas seríamos, creo, si tomáramos del gato su sentido de la libertad y del perro su lealtad; de ambos, la belleza sin máscaras ni prejuicios. Lo dijo bien el filósofo Plotino: “El ser humano se encuentra a medio camino entre las bestias y los dioses”.

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