Literatura & Psicología

21.9.10

Alejandro Ipatzi: un manto de verdades ocultas

Publicado en La Razón. Tampico, Tamaulipas. Martes 21 de septiembre de 2010.
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Conocí a Alejandro Ipatzi hace menos de un mes, durante el tercer encuentro México Joven, en Monterrey. Supe que iba desde Ocotlán, Tlaxcala, y que acababa de publicar un volumen de cuentos: Ahora que somos tantos (Instituto Tlaxcalteca de la Cultura, 2010).

Como Alex me obsequiara su libro, he podido charlar con él a lo largo de ochenta y seis páginas. El formato es pequeño, las pastas delgadas y de tonos negros y azules. Pienso en esos palacios encantados cuya fachada apenas mide unos metros, y por dentro están llenos de sorpresas, de habitaciones que se multiplican y cambian de forma. Once relatos breves, contundentes, se suceden en un tiempo que no es lineal, sino una suerte de esfera donde todas las rutas son infinitas y conducen, inevitablemente, hacia aquello de lo cual queremos huir.

Tras una primera lectura me llega la sensación de ahogo. Las paredes del mundo me aprietan. Una atmósfera en la que cohabitan monstruos de abdomen gelatinoso, mutantes que babean espuma verde, y hombres y mujeres comunes.

Pero, frente a estos personajes tangibles, estremecedoramente vivos, uno se pregunta qué es lo “ordinario”. Los reptiles de escamas calcáreas que habitan las sombras me han parecido completamente cotidianos –creo haber visto algunos en las noches frías, saliendo de las cloacas–, mientras que el obrero ebrio, desterrado de su fábrica, que se tambalea empuñando una charrasca, es un ser sobrenatural; el grito hecho carne de miles de tragedias particulares, ocultas en el humus de los años, bajo techos de lámina.

Es allí donde mi cuerpo se confunde con el de una mujer extraviada frente a una puerta desconocida; mi mano es la de un niño que acaricia un pegaso al fondo de su bolsillo y mis huesos se convierten en polvo. Nada más que polvo.

Ipatzi, con ojo certero, rescata de los escombros aquellas historias “de a diario”, las que suceden en la casa de al lado o en los suburbios de la ciudad; detrás del hombre de negocios y del chavo grafitero. En mi propio sofá. La violencia. El dolor. La rabia contenida. El deseo de hallar una roca, una rama de qué asirse en el precipicio. Porque en la contienda diaria ya ni siquiera se sabe a quién odiar.

“Siempre hay tantas razones para existir –dice uno de los protagonistas– que no comprendo cómo pude escoger la menos indicada: el trabajo”, mientras otro, más joven, corre por las veredas torcidas de su destino, intentando “hacer sobre la urbe un manto de verdades que están ahí pero nadie acepta”.

Este libro es un lienzo donde los lectores pueden sumergirse, como en un oleo de saturados grises, y emerger con la cara manchada de silencio.

Cuando todo parece perdido, cuando la piel ha quedado rota sobre el asfalto y las llamas han devorado a la inocencia, el Yo rompe sus ataduras y en la última página deletrea un coro de luz. Una luminosidad cetrina brota del espejo. Entonces uno sabe que, de alguna manera, es posible reconciliarse con la vida.
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3 comentarios:

  1. Siempre leerte es un placer, inevitablemente me lleva a admirar a la poeta que eres y agradezco haber conocido, te mando un abrazo, aunque ya con leerte es como tenerte de visita en mi casa. Morgana es la de la foto? que ha sido de ella?


    Ofelia Morua

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  2. Muy buen comentario, Marisol, con observaciones detalladas y concretas. Aun en el ensayo/ reseña, no dejas de ser poeta. Digamos que es algo que te acompaña de manera natural. Un abrazo.
    RR

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  3. gracias, Eneas, por llamarme poeta, es una palabra que amo aunque no sé si me derrumbo de sus letras. Ofelia, sí, es mi pequeña Morgana.Va para su noveno año de vida y ha alcanzado una especie de espiritualidad zen gatuna. =D

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