Literatura & Psicología

6.9.09

Lecturas


En realidad nunca leo. Me paso el día hilvanando telarañas. Salgo a vagar por las calles sin otro propósito que llenar de arena mis zapatos y abrazarme al resplandor de lámparas cansinas. No leo nada, quiero decir. ¿Para qué? Me siento frente al televisor. En la mar de circuitos Caribdis muestra su garganta de remolino. Me tiendo en un lecho de hojas muertas, Calipso se acaricia los pétalos de su feminidad junto a mí; espera el retorno de aquel que partió desde Ogigia en busca de su Patria (tantos siglos de celibato).

Y hay días (algunos) en que no me muevo de la cama. Oigo el rugido de olas gigantescas sobre mi cabeza. Me da por preguntarle al hijo de Cronos cómo eran las naves que surcaban el océano en tiempos de la gran Ilión. El astro de plata estaba más cerca de la Tierra. Las mareas eran altas, altas y azules como el puño de un titán.

Pero no, yo no leo. Ni una letra. Esas aves de tinta enjauladas en papel me dan pena, abro los libros con el único afán de verlas salir aleteando desordenadamente, hacia lo profundo del cielo, y estrellarse contra los aviones, romperse la tilde y las diéresis de un golpe seco. Ruedan a mis pies, hechas jirones. Las recojo, las vuelvo a acomodar en el espacio en blanco de las hojas y espero, pacientemente, a que se hagan polvo.
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